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Vicios y círculo vicioso

Jorge G. Castañeda

Quizá la mejor manera de empezar a dilucidar lo que sucedió en México el pasado domingo 21 de agosto es en relación a otro domingo, aquel que hace seis años iluminó los ojos y las esperanzas de millones de mexicanos: el 6 de julio de 1988. Según las cifras oficiales, los resultados de ambas votaciones son casi idénticos: más o menos el 50% para el PRI; la primera fuerza de oposición (en 1988 el cardenismo, en 1994 el PAN) obtiene alrededor del 30%, la segunda (en 1988 el PAN, en 1994 el cardenismo) el 16%-17%. Pero la gran diferencia entre esta elección y aquélla reside en la magnitud y el impacto del fraude electoral, para llamar las cosas por su nombre, aun en este país de eufemismos.En 1988, la manipulación del voto no sólo afectó al resultado de las elecciones, sino que probablemente lo invirtió: en la mente de un inmenso número de ciudadanos persiste la sospecha, o perdura la certeza, de que Carlos Salinas perdió la elección y de que Cuauhtémoc Cárdenas la ganó. En cambio, en 1994, las indudables irregularidades durante la jornada y la escandalosa ausencia de equidad que caracterizó al proceso electoral en su conjunto no parecen haber incidido en el desenlace: Ernesto Zedillo sí ganó en las urnas. Ni Diego Fernández de Cevallos ni Cuauhtémoc Cárdenas parecen haber sido despojados de un triunfo que moral y legalmente les perteneciera. Otra cosa es cómo llegaron a las urnas los votos que le dieron la victoria a Zedillo: pero a partir de este primer reconocimiento es una condición sine qua non para entender lo que sucedió.

Un segundo reconocimiento consiste en la aceptación del nexo entre proceso y jornada electoral: no es posible ni honesto evaluar únicamente lo acontecido el 21 de agosto sin situarlo en el contexto en el que transcurrieron las campañas electorales desde octubre del año pasado. Querer mirar sólo la jornada electoral equivale a ver exclusivamente una parte del problema, una pequeña prenda de la persistencia del autoritarismo mexicano. Si se mira el proceso en su totalidad, brilla por su presencia una retahíla de inequidades y trampas que no pueden más que influir en el desenvolvimiento de la jornada misma. El que la oposición debió haber asumido con mayor claridad las consecuencias de participar en un juego de fútbol donde las porterías son de tamaños distintos y en el que un equipo incluye a 11 jugadores y al árbitro mientras que el otro se tiene que conformar con seis o siete es, de nuevo, harina de otro costal. Por lo pronto es suficiente subrayar la pertinencia de juzgar el proceso y no sólo la jornada.

Destacan, entre muchos otros, cuatro vicios de origen y de fondo en el proceso, que le imprimieron de entrada un sello de injusticia y de distorsión de la voluntad popular. El primero, por su importancia y su antigüedad, es la vinculación entre partido y Estado en México. Se fijaron algunas limitaciones, se lograron ciertos acotamientos, pero la contienda electoral en México en 1994 no se produjo entre varios partidos o candidatos, sino entre el Estado y su partido por un lado, y la oposición (dividida) por el otro. Recursos materiales y humanos, información nacional y relaciones internacionales, emblemas y colores, complicidades y contubernios, funcionarios y apoyos: el cordón umbilical PRI-Gobierno no fue cortado, y mientras no lo sea, ninguna competencia electoral en México será verdaderamente justa. El que este vicio desate a su vez un círculo vicioso sólo enfatiza su importancia: no hay manera de separar al PRI del Estado mientras el PRI no pierda; no parece ser posible que pierda mientras no se separe del Estado. Por algo es tan dificil acabar con este sistema.

Segundo vicio grave, y perdurable: el problema de los medios masivos de comunicación. De nuevo sería absurdo negar algunos avances: al final, sobre todo, la televisión experimentó una pequeña apertura, y la radio se desempeñó con cierto apego a un principio abstracto de equidad. Pero los adelantos mínimos empalidecen frente a las magnitudes respectivas del sesgo progubernamental en Televisa y del poder que tiene el cuasi monopolio televisivo privado en un país que carece de tradiciones de lectura de prensa escrita y en el cual más del 90% de los hogares posee ya un televisor. La televisión tuvo un candidato -Ernesto Zedillo-, un enemigo -Cuauhtémoc Cárdenas, y por algunos breves días de mayo, Diego Fernández- y una estrategia: identificar al PRI, con la paz y la estabilidad, y la oposición con la violencia y el caos. El miedo no anda en burro, pero tampoco nace de alguna generación espontánea. La gente le tuvo pánico al cambio y a Cárdenas, porque de ello la convencieron los medios, sin jamás permitir que puntos de vista distintos u opuestos contrarrestaran tales infundios. Que un partido se proponga construir las identidades anteriormente mencionadas es más que legítimo; que un Gobierno en funciones lo haga para favorecer a sus partidarios ya lo es menos; que una empresa privada concesionada se lo proponga y lo logre representa una tal distorsión de fair play electoral que, mientras persista, no es concebible una contienda en condiciones de equidad.

Incluso en otros países donde impera una situación semejante -Brasil, por ejemplo, con Rede Globo- los efectos son distintos. Siempre Roberto Marinho estará contra Lula, pero sus preferencias sí cambian: Collor de Mello en 1994, Fernando Henrique Cardoso ahora, otros después. Como muestra del impacto del fenómeno, basta comprobar el dato siguiente: las encuestas -que, en efecto, no se equivocaron- le daban a Cárdenas entre el 8% y el 17% a nivel nacional, y alrededor del 121/o en el distrito federal a unas dos semanas de la elección. El candidato del PRD alcanzó el 21% del voto en la capital de la república, y la única explicación coherente de su considerable repunte en el distrito federal y de la ausencia del mismo en el resto del país se halla tal vez en el hecho, poco conocido, de que la transmisión en vivo del cierre de campaña espectacular de Cárdenas en el Zócalo se limitó a la capital.

El tercer vicio se refiere al asunto de los seis partidos ficticios, minúsculos y comprados por el Gobierno, que también figuraron en la contienda. Como era evidente, no le restaron votos a los candidatos de verdad; sin embargo, sí les sustrajeron recursos y tiempo. Entre los cinco aspirantes con menor votación, apenas sumaron el 3,2%; la sexta candidata, Cecilia Soto, del recién creado Partido del Trabajo, obtuvo el 2,8%, pero, en relación a los recursos a su disposición, se trata probablemente de los votos más caros del mundo. Ninguno de los candidatos en cuestión representaba ni una corriente independiente o respetable de opinión ni una franja considerable del electorado. Decir que recibieron su mejor castigo en las urnas ignora la igualdad de la que se beneficiaron en los noticieros, en las maniobras del Gobierno y en la boleta electoral misma. El evidente propósito de su existencia y presencia en la campaña estribó en distraer la atención, en dispersar en una pequeña medida votos y, sobre todo, recursos y tiempos destinados a la oposición, y en garantizar un aval aparente y abrumadoramente mayoritario posterior al resultado.

El cuarto vicio es el más complejo. Si las encuestas acertaron en agosto, no existe razón alguna para dudar de su precisión en mayo y junio. Sabemos hoy que tenían razón, y que después del debate del 12 de mayo Diego Fernández rebasó a Cárdenas y a Ernesto Zedillo. Sabemos también que entre esas fechas, cuando alcanzó el apogeo de su fuerza, y los comicios de agosto, el candidato de Acción Nacional perdió unos 10 puntos porcentuales. Sabemos, por último, que el desplome de Diego fue distinto, por ejemplo, al de Ross Perot en Estados Unidos entre mayo de 1992 y su resultado final en noviembre: el del tejano se debió a sus pifias evidentes, a la minuciosa y maliciosa mirada de la prensa y al voto útil del electorado norteamericano, harto ya de 12 años de conservadurismo republicano. En el caso de Diego, ninguno de esos factores parece haber operado: ni dijo más barbaridades que antes ni fue sometido a un escrutinio particularmente severo por la prensa o sus adversarios, ni sus partidarios se refugiaron en un voto útil a favor de otro candidato.

Pasa a la página siguiente

Vicios y círculo vicioso

Viene de la página anteriorEn cambio sí se ausentó de la campaña por casi un mes; la diferencia de un poco más de 20 puntos entre él y Zedillo en el resultado final corresponde casi exactamente a los 10 puntos que perdió Diego y que ganó Zedillo como consecuencia de la moratoria proselitista de Fernández de Cevallos en aquellos días. No hay contienda justa cuando un candidato, sobre todo un puntero, tiene agenda escondida o trae gato encerrado. Si Diego se enfermó, debió haberlo revelado; si le amenazaron, debió haberse retirado, siendo sustituido por otro aspirante de su partido o declinando a favor de uno de los candidatos restantes. Y si negoció en las tinieblas, introdujo el mayor y el peor elemento de manipulación de la voluntad popular de todo el proceso electoral. La condición de posibilidad de una contienda equitativa es que todos los contendientes viables aspiren al triunfo y se dediquen totalmente a conseguirlo.

Es en el contexto de este proceso plagado de inequidades y distorsiones que conviene situar la jornada electoral propiamente dicha. Las irregularidades, trampas e imperfecciones irán apareciendo, como siempre, con el tiempo. Los rasurados del padrón, las dobles o triples votaciones, las presiones para votar, el sinnúmero de pequeñas y no tan pequeñas alteraciones de la votación, y que en su conjunto pueden llegar a contar, ya comienzan a ser documentadas. Son muchas más de las que aparecieron en las primeras horas, durante las cuales algunos se apresuraron a calificar de cristalinas unas elecciones que no lo fueron tanto. Serán, sin duda, menos de las que proclame el PRD, que persiste en buscar sólo en el fraude innegable las razones de su derrota. Las elecciones del 21 de agosto quizá hayan sido las más limpias de nuestra historia (en verdad, no es mucho decir), pero difícilmente resisten cualquier comparación con comicios celebrados en los demás países de América Latina, sin hablar de Europa.

Las irregularidades surgidas y por surgir en principio no podrían alterar el resultado final; sí pueden modificar la correlación de fuerzas. Si llegaran a transformarla en proporciones considerables, dejarían abierta la pregunta hipotética: de haber sido equitativo el proceso, ¿hubiera ganado el PRI?

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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