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Buenos Aires / Madrid

Juan José Millás

Durante este mes de agosto que agoniza contra las tapias sutiles del fantasmal septiembre, miles de viviendas han permanecido desocupadas en Madrid. Cuando desde la distancia evocas las habitaciones vacías de tu casa, éstas acaban configurando un espacio moral, algo así, como una sucursal de mi conciencia.Las casas vacías conservan durante mucho tiempo la sustancia de nuestra identidad. Ya sé que la composición de la identidad es más secreta que la de la Coca-Cola, ninguno de nosotros somos dueños de esa fórmula, aunque vivamos de ella. Pero lo cierto es, que en los rincones de las casas vacías, junto al polvo, se deposita también algo de lo que somos: quizá un olor que no es peculiar, o unas bacterias que viven en nuestra piel y que se caen a suelo cuando nos arrancamos la camisa con un poco de desesperación. También están los pelos que flotan en el aire al limpiar la maquinilla de afeitar, muchos de los cuales, cayendo fuera del lavabo van a encontrar reposo en rincones inaccesibles al instinto succionador de la aspiradora; quizá en esos rincones se constituyen, más que en pedazos de nosotros, en embriones permanentes del sujeto que somos. Todas esas pequeñas cosas, en fin, que se nos caen porque nos sobran o porque nos hacemos viejos, incluidas las manías, van llenando las partes más invisibles de las casas, y son las que nos proporcionan ese golpe de identidad que recibimos en pleno rostro cuando, abrimos la puerta al regresar de vacaciones. No siempre es un golpe agradable, porque la identidad, cuando permanecemos mucho tiempo fuera de ella, se queda un poco fría, y adquiere ese olor rancio del humo del tabaco al día siguiente de una fiesta.

El caso es que si nos ponemos a pensar en nuestra casa desde la distancia, enseguida comenzamos a sentir su ausencia como una amputación. Somos mucho más que este cuerpo que va a trabajar todos los días y que sale de vacaciones una o dos veces al año. En torno a él, invisibles, giran partículas de la casa y de las calles de las que procedemos y de los cuerpos que nos rozan en el autobús. A todo ese conjunto de sutilezas Je llamamos raíces, de un lado porque no se ven, y, de otro, porque de esas raíces invisibles nos alimentamos. Hace un par de semanas me encontraba en Buenos Aires, y salí a pasear por Corrientes en un golpe de insomio provocado por el desajuste horario, o quizá por el miedo de estar fuera de casa, y yo no voy a decir que aquello no fuera Corrientes, porque me tomarían por loco, pero a mí me pareció Bravo Murilllo en la zona que va de Cuatro Caminos a la plaza de Castilla. De hecho, me desvié en un punto por miedo a encontrarme con los juzgados de esa plaza y a Ruiz-Mateos en sus escaleras esperando el advenimiento de Mariano Rubio.

O sea, que si en lugar de pensar sólo en tu casa, te da por imaginar el resto de las casas vacías y las calles desiertas que has dejado en Madrid, entonces te das cuenta de que además de esa identidad individual, compuesta de pelos y bacterias, posees otra colectiva que tampoco está mal. No voy a decir ahora que Madrid sea una patria (cabemos en ella todos porque no lo es), pero desde la nostalgia constituye también un espacio moral en el que nos reconocemos colectivamente nada más entrar. Yo, la verdad, la próxima vez que tenga que visitar Buenos Aires lo haré desde Bravo Múrillo. Te fatigas menos.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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