Mercado
El mercado se quedó como el único dios capaz de gobernar las economías. Es un dios con ventajas, porque nadie cree en él en exceso, porque todo el mundo, salvo excepciones dignas de entrar en un cotolengo, sabe que necesita de correcciones desde el punto de vista social, y porque hasta sus más acérrimos partidarios creen que hay que mantenerlo un poco bajo control.De modo que las más progresistas de las constituciones, que evitan la confesionalidad de los Estados, confiesan que un país determinado se considera a sí mismo una economía social de mercado.
Al fin y al cabo, la ciega justicia del mercado tiene alguna lógica relacionada con la producción de las cosas y el consumo, de las mismas. Los que calculan el precio del café en los mercados de stocks tienen en cuenta capacidades de producción, borrascas, anticiclones y capacidades de almacenamiento; incluso, en algunos casos, los cambios de hábitos de los consumidores. Esto acaba fijando el precio de las cosas de una manera más o menos eficiente.
Pero, de pronto, se han metido en estos guirigáis compañías dedicadas a la economía financiera, que actúan en los mercados de bienes de consumo con alteraciones que se miden en horas (ni siquiera en días), de modo que el precio del café ya deja de estar ligado a lo que pasa con el café. El café deja de ser un producto y se convierte en un objeto de deseo financiero tan tentador como un bono.
El resultado del fenómeno es que el mercado se nos puede quedar hecho un guiñapo tal como lo conocemos, y pasa a convertirse en un ente aún más abstracto e ingobernable. El mundo pasa a regirse, poco a poco, por una razón mucho más ciega, mucho menos controlable que la otra.
Es tal la convulsión que muchos sabios ya están asustados por los efectos posibles. Y yo sueño todas las noches con manifestaciones de rojos en favor del mercado de verdad.
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