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Persecución (fragmento)

Está llegando a Madrid siguiendo a una mujer infiel. Ha corrido toda la noche desde París, esperando ver en el siguiente parador el coche de los amantes, liquidar su asunto y poder dormir. Así ha llegado a esta ciudad desierta, sin levantar el pie, doblando los últimos magrebíes de la gran caravana del estío, deslumbrado por un sol que se levanta desdetemprano para castigar a los que no nos hemos unido a la muchedumbre que va al Mediterráneo a saludarlo, a despedirlo en el Cantábrico. Está muy cansado, tiene dolor de cabeza y, encima, le sale al paso la sombría silueta del Pinar de Chamartín.Cierto que lleva el cuerpo trabajado por la falta de sueño, los cafés del camino y una cantidad de cigarrillos que nadie creería, parte de cuya ceniza arrastrada por las corrientes de la noche tiñe de gris los asientos de atrás. Eso sin embargo no alcanza a explicar la, inquietud que se le mete en el coche nada más. adentrarse por ese desfiladero custodiado por gigantescas torres llenas de ojos de vigía, hasta el punto que de pronto se encuentra mirando hacia arriba, no vaya a ser que alguno de los mil centinelas de la ciudad se haya arrojado al río sin alma de los coches y, visto que a esa hora circulan pocos, vaya a caer precisamente sobre el suyo.

Se podría pensar que no es recomendable llegar a las ciudades con el corazón destrozado por una mujeren fuga. Se corre el riesgo de cogerles manía. Sucede que el corazón no tiene nada que ver en esto. El es un detective; se gana la vida así (otros se la ganan peor), haciendo lo que sus clientes no se atreven: la mayor parte de las veces, fotografiar a mujeres que andan pisoteando el orgullo del marido, hombres que han abusado de la santidad de la mujer y aun ni sospechan la pensión que habrán de pagarle para siempre.

Azar, capricho, destino aficionado a los boleros lo que que importa es que no ha avanzado más de trescientos metros por el segundo círculo de este agosto infernal (bautizado M-30 por los tecnócratas igual que algunos padres llaman Filonilo a su hijo para que no se note que tiene más nariz que cara) cuando, a lo lejos, alcanza a divisar un punto rojo que tiene el punto de rojo que sólo pueden tener dos amantes huyendo en un deportivo rojo escándalo. Está claro que son ellos. Acelera.

En esta ocasión el destino ha tenido, pues, piedad. A veces ocurre, sobre todo en verano. Nuestro hombre cruza a toda prisa la temible garganta, ideada por los modernizadores de la ciudad para desanimar a los inmigrantes que, intimidados y sin poder imaginar que ahí les espere una vida mejor, siguen su camino. Espalda curva, ojos de una línea, pitillo en la raya de la boca, acelerador hundido, el detective aprieta su mandíbula de bulldog y adelanta por la derecha y por la izquierda a las tres o cuatro caravanas de turistas rezagados que se apresuran hacia las playas del sur. Ese es su error: se diría que los del punto rojo, que ya no es punto sino mancha, le han visto en el espejo, adivinan lo que se propone y aceleran a su vez. En quince segundos son otra vez punto, improbable punta incluso en la neblina que el sol, el más fiel aliado de esta ciudad nunca necesitada: de murallas, levanta ya del asfalto.

Perseguidos y perseguidor llegan así al final del barranco y a la vista del corazón de la fortaleza, esa ciudadela redonda, en forma de caracol, en cuyos muros trufados de pequeñas celdas se inspiran los constructores de mazmorras de toda la Cristiandad. Es obvio que el perseguido -el clásico triunfador especialista en raptar mujeres a lomos de su descapotable rojo- lo conoce. Levanta el acelerador, reduce a tercera y, con suave quiebro de su mano izquierda (la derecha ha vuelto a reposar en el muslo de su trofeo), inicia una elegante curva y se dirige al penal que se yergue al borde mismo del camino por el que huyen los viajeros de paso mirando al suelo. El perseguidor aprieta los dientes, y le sigue.

¡Pero no entran! Siempre con lenta elegancia, el descapotable rojo bordea los altos muros enfermos de viruela negra, se exhibe, se pavonea, hace caracolear su motor con suaves caricias de sus- pies en los pedales - el perseguidor le sigue- y luego, con valor inconcebible, se dirige hacia el mismo desfiladero que acaban de cruzar sin novedad porque el destino es, a veces y sobre todo en verano, misericordioso.

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Aunque tal vez no lo es, misericordioso, sino que simplemente se toma su tiempo. Pues no hay una segunda oportunidad en el regreso al segundo círculo de este agosto infernal. Y el perseguido lo sabe. Pese a que ahora va despacio, le dice a su amante que se ate dos veces con el cinturón de seguridad, que se mire los zapatos y bajo ningún concepto hacia los lados, y pone a todo volumen música disco, en prueba de sumisión a los espíritus del desfiladero. Luego mira por el espejo y mira lo que le ocurre a su perseguidor.

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