Mi tío Mario (1)
Un relato de Siempre lo recuerdo serio, distante, callado, como si estuviera, permanentemente absorto o enfadado con el mundo. Vivía cerca de Nápoles, en Castellaminare, y trabajaba también muy cerca, en la central de Correos de Pomigliano d'Arco, pero apenas venía por casa, salvo las tardes de algún domingo, en que llegaba cargado de pasteles para los niños, o por las fiestas de Pascua y de fin de año. Por supuesto, siempre con tía Gigetta del brazo.Llevaban casados ya veinte años, y tenían cuatro hijos, pese a lo cual nunca hablaban entre ellos, al menos que yo recuerde. Quizá es que ya se lo habían dicho todo o que ya no tenían nada que contarse. En realidad, tío Mario apenas hablaba. Se limitaba a escuchar y a asentir con un gesto o a responder con un monosílabo cuando le preguntaban algo, pero la mayor parte del tiempo permanecía callado. Parecía como si nada de lo que hablaban los otros, sobre todo su mujer, le importara realmente demasiado.
Conmigo, tío Mario hablaba poco, pero hablaba. Mientras los demás prolongaban la sobremesa, a veces durante horas, contando cosas de la familia o los últimos sucesos acaecidos en Nápoles ,él me llevaba a la calle y paseaba conmigo hasta que aquélla se terminaba. Alguna vez, también, me daba con su coche una vuelta por el barrio. Sabía que era lo que más me gustaba. De hecho, fue en su coche, un antiguo Fiat marrón que él cuidaba como a un hijo y en el que llegaba siempre tocando el claxón desde la esquina, en el primero en el que monté, aunque la experiencia, recuerdo, no fuera muy agradable: a las dos vueltas a la manzana, empecé a marearme y a sentir náuseas y, antes de que tío Mario se diera cuenta, ya le había vomitado en la guantera todos los pasteles que había comido y hasta los spaguetti de la mañana.
Por entonces, tío Mario tendría cincuenta años. Trabajaba en Correos desde hacía treinta y siempre vestía de traje (trajes de corte, de línea clásica, que se hacía siempre en el sastre). De joven, según mi madre, había sido muy guapo y todavía conservaba el pelo negro y rizado que -siempre según mi madre volvía locas a las chicas de su época (no hace falta que diga que tío Mario era su hermano preferido) y el atractivo que desprendían su alta figura y la elegancia de sus modales. Una elegancia serena, como de señor antiguo, que se perdió con la generación de mi tío, pero que, por aquella época, era aún muy común en Nápoles.
La generación de mi tío había sido la generación de la guerra. Hijos de los años veinte, contemporáneos del cine y de las vanguardias -que a Nápoles aún tardarían, sin embargo, varios años en llegar: la ciudad era por entonces un lugar ensimismado en la grandeza de su historia, pero culturalmente alejado de Europa y aún del resto del país-, tío Mario y sus compañeros crecieron con el fascismo entre dificultades y canciones patrióticas, y cuando empezó la guerra, se alistaron en el ejército sin saber muy bien por qué. Seguramente, porque pensaban que lo que las canciones decían era verdad.
A tío Mario lo destinaron a Grecia, a la isla de Santorini, en el mar Egeo, a un destacamento de vigilancia. Su misión era vigilar la isla y colaborar con los alemanes en el afianzamiento del dominio que éstos habían impuesto en esa zona, del Medite rráneo; colaboración que incluía el mantenimiento del orden y la detención de cualquier persona que se opusiera a los alemanes. Pero al que le detuvieron fue a él, al año de estar allí, por causas nunca explicadas -pero que yo ahora imagino-, y, lo llevaron al continente, a un campo de prisioneros en la frontera con Yugoslavia. Allí estuvo cinco meses, barriendo los barracones y ha ciéndoles la comida a los oficia les del campo, y de allí le llevaron a Triste, que todavía seguía ocupada. Por fin, le repatriaron a Italia cuando, tras el desembarco de las tropas aliadas en Sicilia, el Gobierno italiano cambié de bando.
De vuelta a casa, cuando acabó la guerra, tío Mario, con sólo 23 años y toda la vida por delante, trabajó un tiempo en el comercio de tejidos de su padre, en la vía Roma, y luego en una oficina, como contable, hasta que entró en Correos, donde llegaría a ser director de zona y donde permanecería ya hasta su jubilación. Allí fue donde conoció a tía Gigetta, que por entonces era su secretaria.
Tía Gigetta era todo lo contrario. Tenía aún el pelo rubio y los enormes ojos azules que debieron de enamorar a tío Mario, pero los hijos o el tiempo la habían envejecido y, aunque era un año más joven, parecía mucho mayor que él. Tía Gigetta no era mala. Cuidaba a su marido y a sus hijos como si fueran lo único que para ella hubiera en el mundo (posiblemente era así: cuando se casé, abandonó el trabajo, como la mayoría de las mujeres de su tiempo) y con nosotros era muy cariñosa: llamaba todos los días y estaba siempre dispuesta para ayudarnos. Lo único malo de ella era el carácter. Aunque siempre iba del brazo de tío Mano, como si fuera una prolongación de él, y parecía que éste era el que mandaba, era ella la que. decidía todo lo que se hacía en, su casa y aún en la nuestra si nos descuidábamos. Mi padre decía siempre que, si fuera su mujer, él ya la hubiese matado.
1 Pero tío Mario era más bueno o más paciente que mi, padre. Aunque nunca hablaba con ella, al menos fuera de casa, y jamás prestaba atención a las cosas que decía, la trataba con amabilidad y la acompañaba siempre a todas partes: él sentado al volante de su coche y ella al lado o cediéndole el brazo cuando iban por la calle. Rara vez iban con alguien. Sus hijos eran mayores y algunos estutiaban ya fuera de Nápoles- y casi nunca salían con ellos como nosotros hacíamos con nuestros padres. La mayoría de los domingos que yo recuerdo, tío Mario y tía Gigetta llegaban solos y los dos solos volvían, al caer la tarde, a Castellaminare.
Tío Mario y Tía Gigetta envejecieron juntos, serenamente, sin separarse, manteniendo las viejas costumbres, aunque cada vez más solos y distanciados. Entre ellos y de sus hijos. Éstos se fueron casando (uno detrás de otro, siguiendo el orden de edad, como si lo hubieran pactado), y se desperdigaron por toda Italia. Sólo Alessandro, el menor, se quedó a vivir en Nápoles. Pero tampoco lo veían mucho. Alessandro se casó con una chica de Foggia, hija de un fabricante de vinos, y aunque vivían en Nápoles (Alessandro trabajaba en Il Mattino), se iban todos los viernes a casa de ella, con gran disgusto de tía Gigetta y supongo que también de tío Mario, aunque éste nunca dijera nada. Mi padre decía que tía Gigetta, y en general las mujeres, en el pecado llevaban la penitencia, pues lo mismo habían hecho todas antes. Al final, cuando mi padre decía estas cosas, mimadre y él acababan riñendo, aunque miadre se quejara de lo mismo respecto de sus cuñadas y mis hermanos.
Cuando tío Mario se jubilé, fue la última vez que sus hijos se juntaron. Por entonces, yo ya no vivía en Nápoles, pero mi madre me lo contó por teléfono entre orgullosa y emocionada. A tío Mario, tras casi cuarenta años de dedicación total a la empresa, que le valió llegar a ser director de zona y jubilarse con una buena pensión, Correos le hizo un homenaje y allí estaban para celebrarlo todos sus compañros y familiares. Le dieron una medalla y una cena en el Excelsior y acabaron bailando en la discoteca, como en los viejos tiempos, aunque, según mi madre, tío Marío permaneció toda la noche sentado. Seguramente es que estaba triste porque se jubilaba.
Desde ese día, tío Marío se dedicó a pasear por Castellammare y a seguir yendo cada domingo a visitar a mis padres. Aún conservaba el aspecto digno y la elegancia de sus buenos tiempo- s, pero los años le habían envejecido y llenado de tristeza la mirada. Para él, todo se había acabado: sus amigos ya eran viejos -y apenas si los veía-, sus compañeros de trabajo ya no le necesitaban y sus hijos se habían ido, cada uno por su lado. Aparentemente, lo único que le quedaba ya era esperar la muerte, solo o con tía Gigetta del brazo. Nadie podía imaginar, por tanto, que, su vida iba a dar de pronto un giro tan importante.
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