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Tribuna:VERANO 94
Tribuna
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El caso del escritor desleído

Capítulo 1A la memoria de Juan Carlos Onetti

Relato de Érase un escritor de ficciones que durante treinta años se había negado temerariamente a conceder entrevistas a la televisión. Hoy, cinco años, después de los sucesos que se narran en esta historia, hay quien opina que el mismo R. L. S. no fue otra cosa que una ficción, pues lo único que nos queda de su paso por el mundo es el anagrama de su nombre. Así firmaba sus libros, y así le decían en familia y en los medios profesionales:-Errelese, deberías dejarte ver en la tele de vez en cuando.

-No me gusta hablar de la faena, y además soy un poco feo.

Y así durante treinta años. Gozaba de cierto prestigio y de una moderada fama, pero ni la una ni la otra le interesaban. Su rechazo sistemático a los requiebros audiovisuales le había acarreado algún problema a la hora de promocionar sus libros, y bastantes malentendidos. Su mujer nunca se lo reprochó, pero en el fondo no lo aprobaba; sus editores se habían resignado a lo que les parecía prácticamente un suicidio, y su agente literario opinaba que era una forma de coquetería que se adelantaba a su época, que había que respetar y que haría furor en el futuro.

R. L. S. era un hombre de sólidas convicciones, menudo y discreto, y vestía con esmerada pulcritud y cierto atildamiento.

La tarde del 18 de julio de 1989 se dejó convencer para ser entrevistado brevemente en un programa cultural que se emitía de madrugada por la segunda cadena de TVE. Decidió comparecer por gentileza hacia un escritor amigo y puso tres condiciones: que la entrevista fuese en directo, que no debían hacerle ninguna pregunta sobre su propia obra ni sobre su vida y que a su espalda, en el plató, colgaran una gran fotografía de Mr. Hyde estrangulando a la puta lvy.

Todo resultó bastante aburrido y transcurrió según sus deseos, salvo un par de preguntas finales que la presentadora del programa le disparó a bocajarro:

-Señor Errelese, ¿Por qué firma sus novelas con estas iniciales? Suponemos que corresponden a su nombre. ¿Tal vez Ramón López Solís ... ? ¿Rufino Lasa Sala ... ?

Él no se dignó contestar, los ojos en el suelo y una leve efusión sanguínea en la cara. Tampoco quiso explicar por qué pidió que colgaran tras él una foto ampliada de Mr. Hyde / Fredric March apretando el cuello de lvy, / Miriam Hopkins con sus horribles manos peludas. Por último, su conocido rechazo al medio televisivo, mantenido a lo largo de treinta años, picó también la curiosidad de la presentadora:

-¿Por qué no nos quiere? -entonó melindrosa- ¿Qué tiene usted contra nosotros, señor Errelesé?

-Lamento que me haga esta pregunta -dijo él con la voz suave- Pero la contestaré. La televisión está creando una nueva especie humana, un mundo de opinantes mastuerzos y de mirones descerebrados, adiposos e impotentes, y a mí no se me ha perdido nada en ese mundo.

En este momento estalló una bombilla de la cámara más próxima a él, y se produjo un cortocircuito y mucho humo, y uno de los focos también explotó. La presentadora pidió disculpas y, pasado el susto, reanudó la conversación:

-Vaya, parece una acusación en toda regla, lo que acaba de decir.

-Olvídelo, Ustedes saben de eso, practican muy bien la estrategia de la desmemoria.

-Y,sin embargo, pese a tan riguroso veredicto, usted ha venido.

-He venido exclusivamente a rendir homenaje a mi amigo y maestro Juan Carlos Onetti. Y puesto que hemos terminado, usted me dispensará. Buenas noches.

Su intervención duró apenas cinco minutos. Al alejarse de las cámaras y de su campo de tiro notó fugazmente el primer síntoma: algo muy frío se licuaba a lo largo de su tráquea, como si hubiera tragado un trozo de hielo del vaso de whisky.

De vuelta a casa, repasando mentalmente lo que había dicho, solamente una frase le parecía afortunada y no estaba seguro de que fuera suya: "En el buen escritor, la verdadera emoción aparece y se manifieta allí donde no se la describe ni se la nombra. Y Onetti es un maestro en eso". No era gran cosa, y aunque había logrado su objetivo, recomendar encarecidamente la obra del amigo, sentía un extraño desasosiego.

En casa preguntó a su mujer y a sus hijas, que seguían pegadas al televisor, qué tal había quedado ese imbécil de Errelese haciendo monerías ante las cámaras, y le dijeron que bien, sin el menor entusiasmo. Olvido, su mujer, hija de un boticario de pueblo que acabó dirigiendo unos grandes laboratorios farmacéuticos, añadió:

-Pero se te veía mal.

-¿A qué te refieres? -dijo él- ¿Estaba mal enfocado, o demasiado lejos?

~No sé. Movido.

-¿Movido?

Su hija pequeña fue más explícita:

-Borroso, papá. Salías muy borroso. Horriblemente borroso.

-Desleído, diría yo -precisó la resabiada hija mayor- A ratos parecía que te estuvieras disolviendo en agua, como un alkaseltzer.

-Explotó una cámara -recordó él- Sería eso.

-Pero a la entrevistadora se la veía perfectamente -observó su mujer- Solamente tú salías como... difuminado.

R. L. S. se encogió de hombros.

-Falló también un foco... Bueno, qué más da -y añadió con sorna: -Nunca me había puesto delante de esos malditos artefactos. No han sabido cogerme el perfil bueno, así que no pienso volver por allí.

-La cámara no te quiere, papá -bromeó la hija menor.

-Será eso, hija.

-¿Quieres verte? Lo hemos grabado.

-Mañana. Estoy muy cansado. Eso de cultivar el personaje ante millones de televidentes resulta agotador, además de obsceno. Hasta mañana.

Al día siguiente se marcó mirándose al espejo y sufrió una fuerte bajada de la tensión sanguínea. De la manera más tonta -eso creyó al principio: por andar distraído o adormilado- meó fuera de la taza del water dejando el suelo perdido; no pudo dirigir correctamente el chorro de orina porque no lo veía. Poco después sufrió doble visión y un persistente zumbido en los oídos. Aconsejado por su mujer, acudió a la consulta del doctor Trías, su médico de cabecera y amigo íntimo; más que amistad, lo que ambos cultivaban era una complicidad de lecturas y alcoholes diversos. El médico le ordenó echarse en la camilla, le tanteo el hígado apretando con los dedos y después le preguntó qué le había pasado exactamente. El lo hizo y aventuró que debía tratarse de una depresión, dijo que a ratos sentía mucho frío interior, como si su cuerpo estuviera abierto y expuesto a corrientes de aire, y que otras veces creía sentir que se disolvía en un vaso de agua igual que una pastilla efervescente o algo así.

El doctor Trías le rió la broma y le recetó tres poemas metafísicos de Quevedo, dos poemas satíricos de Sagarra y un vasito de Oporto cada noche antes de acostarse. También rellenó una solicitud para que le practicaran un estudio arterial mediante las siguientes exploraciones, según escribió de su puño y letra: Doppler Transcraneal Tridimensional y EcoDoppler de Troncos supra-aórticos, afecto de Sd. vertiginoso e inestabilidad.

-No me jodas -exclamó R. L. S. admirado-. No sabía que en tus recetas imitaras la prosa de Julián Ríos.

-Como bromista eres bastante chapucero -protestó el doctor Trías- Yo soy ante todo un científico riguroso, y tú no eres más que un maníaco depresivo con una tendencia esquizoide, así que, de momento, te prohíbo fumar.

Juan Marsé (Barcelona, 1933) es autor de una contundente obra narrativa. Su espléndida novela El embrujo de Shangai, por ahora la última publicada, ha ganado este año el prestigioso Premio de la Crítica. En su novelística cabe citar títulos como Encerrados con un solo juguete, Últimas tardes con Teresa, Si te dicen que caí, Un día volveré, La oscura historia de la prima Montse o los estupendos relatos de Teniente Bravo. Con El amante bilingüe obtuvo el Premio Ateneo de Sevilla y con La muchacha de las bragas de oro, el Planeta. Txomin Salazar. Ácido, penetrante y profundamente crítico, utiliza los caminos del Pop para desarrollar una obra desgarrada y cargada de ironía. Nacido en Bilbao en 1949, es un magnífico representante de la vanguardia cultural madrileña.

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