La soledad de África
CUANDO EL mundo en convulsión trata de reencon-, trar los mojones de un nuevo sentido de las cosas, de una nueva geopolítica, parece como si el África negra, imperturbable, estuviera condenada a la agonía, a una muerte que nadie parece capaz de evitar.El mundo desarrollado ha tenido en cuenta el vertiginoso retroceso económico de las últimas décadas en parte de América Latina, presa del terrible fardo de la deuda exterior. Pero poco o nada le ha preocupado que África no pudiera endeudarse siquiera, carente de toda capacidad financiera. Se ha tomado como una mera fatalidad que lo de África era ir para atrás irremisiblemente al margen de la creciente mundialización de la economía.
Cuando hablamos de Ruanda no nos referimos simplemente a una tragedia humano-ecológica de amedrentadoras proporciones, sino también a un Estado en la orilla del mundo, ni codiciado desde el exterior, ni capaz de instalarse en una tierra mundo que gira incesantemente, un lugar olvidado. Por ello, el genocidio de hutus por tutsis y tutsis por hutus es también un correlato de pobreza, marginación, ignorancia, inexistencia. Así, como en Etiopía, Somalia, Angola, Mozambique, Liberia, como en todo un festón de Estados grandes, medianos y pequeños, del África subsahariana a los límites de Zimbabue y África del Sur -relativamente excéntricos a esta problemática-, la falta de estructuras políticas de interrelación social es un vector más del subdesarrollo. Se es pobre, por muchas riquezas naturales que se tenga, como el Zaire, porque no se ha creado una verdadera comunidad política y social. Y no hay comunidad política porque se parte de una hipersegmentación interior, del tribalismo y regímenes más o menos dictatoriales que bloquean el desarrollo y la creación de clases medias. Es el pez que se asesina por la cola.
¿De quién son tamañas responsabilidades? No hagamos demagogia, pero tampoco ignoremos el pasado. La incompetencia, la corrupción, el caos, la incuria de la mayor parte de las administraciones africanas, es una evidencia. Pero Europa apenas creó élites a su imagen y semejanza. Peor aún, la Europa imperial se repartió el continente, a partir de la Conferencia de Berlín de 1885, como quien hace porciones al tamaño del apetito de los comensales, separando no ya agrupaciones humanas naturales, sino hasta a padres de hijos. Faltó generosidad e inteligencia. Sobró arrogancia, desprecio y voracidad en la explotación urgente.
Occidente aceptó sin mayores aspavientos que África, proclamadas las independencias entre fin de los cincuenta y comienzo de los sesenta, siguiera siendo un cesto, de provisiones, y renunciando a convertirla, hasta por su propio interés, en un mercado. Y el tiempo perdido es hoy demasiado grande para que se pueda contemplar el problema sólo en términos de ayuda al Tercer Mundo. El universo desarrollado va a encontrar durante mucho tiempo mejores oportunidades de inversión que en el continente negro. Pensemos sólo en China, Europa del Este, América Latina, donde abunda el personal cualificado, con excelentes posibilidades de recuperar la inversión rápida y liberalmente.
África se ha quedado ahí, como demorada en la historia, para sólo llamar nuestra atención cuando las imágenes de una tragedia nos movilizan a la compasión de las mantas y las medicinas. Lamentablemente, sólo una verdadera autoridad internacional sería capaz hoy de poner en marcha algo parecido al plan de ayuda de las proporciones necesarias para acometer la inmensidad del problema. Y esto parece ser una pura utopía.
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