_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Nostalgia de Baden Baden

Quienes dicen que Madrid en agosto, sin familia, y con dinero, equivale a Baden Baden, es seguramente porque no conocen Baden Baden. Yo tampoco. Pero si como imagino Baden Baden es un lugar verde y fresco, aire puro, lejanos pelotazos de tenis y frufrú de vestidos largos al llegar la noche, entonces, más que una exageración castiza, el símil me parece un abuso nacionalista para ir seduciendo a los votantes. Es como aquello de Madrid, capital europea de la cultura, ¿recuerdan?Pero más que otra superstición nacionalista, que no merecería un artículo pues ningún pleonasmo lo merece, lo que tiene de interesante este lugar común es que prueba para siempre que el que no se consuela es porque no quiere. O lo que es lo mismo, que don Alonso Quijano era un pobre. aficionado y que cualquier militante madrileño de hoy en día sería capaz de convertir en Dulcinea, no ya a la buena de Aldonza Lorenzo, sino al mismísimo Rocinante.

Todo nacionalismo es un acto de fe, como vino a decir Borges en el único cuento de amor que escribió Y si resulta un poco miedoso cuando saca las trompetas, las banderas y los tambores, y mucho más cuando empieza a medir cráneos y pigmentaciones de la piel, no deja de resultar patético en el trabajo cotidiano de disfrazar el municipio: ahí nos conocemos todos. Pues anda que no es poca licencia poética llamar Baden Baden a este Sáhara recalentado por los coches, los aparatos de aire acondicionado y el asfalto.

También es verdad que lo que se podría llamar nacionalismo consistorial o de campanario es uno de los más extendidos, y si se le quiere ver en su máximo esplendor, nada como hablar, in situ, con un tendero parisiense, un taxista porteño (éste sobre todo en el exterior), un seguidor del Athletic en Bilbao, un señorito sevillano (si se deja ver) o un barcelonés cual quiera, nativo o asimilado: por lo general, ésos son los más convencidos, como si tuvieran que persuadirse todo el tiempo de que al emigrar han tomado la decisión correcta. En el otro extremo, nada cómo hablar con un romano descreído para comprender el principio de la relatividad y de que para mucha gente ni siquiera la belleza -esa belleza- compensa del ruido, el atasco, el calor y los señores sin apellido paterno que se exhiben en motos por las aceras: Madrid figura en el Guinness por tener el mayor número de vecinos motoristas con un blanco en el espacio progenitores de su ficha del censo; bien es verdad que la culpa no es toda de ellos, sino sobre todo del calor, que es el que hace que algunos se sientan vigilantes de playa y se exhiban en camiseta de culturista,-musculosa la llaman los argentinos-, y el que provoca que los, guardias municipales intenten conservarse al fresco de una sombra o de un aire acondicionado, sin saber que con esa inocente pereza, por un misterioso mecanismo genético le quitan el padre a no pocos motoristas. Pero qué diablos: todos somos humanos.

No es de extrañar que España tenga una historia literaria excepcional. Cuando Góngora llamaba a las cavernas bostezos de la tierra no hacía sino reflejar el don nacional -llevado a la genialidad por don Miguel- para convertir en gambas las aceitunas. No sé que treta original, qué broma de Muñoz Seca o qué falsificación de Arniches ha hecho que una apreciable parte de la población se haya tragado eso de que no hay nada como agosto en Madrid, una trola tan grande que no. se la creían ni los madrileños alfonsinos, ni los republicanos, cuando Madrid tenía más de treinta periódicos y no cerraba por la noche.

No alcanzo a comprender por qué se suele considerar el verano, este verano justiciero, como una época de liberación, y al invierno, ese invierno azul y soleado de Madrid, bendito sea, la estación calvinista del trabajó y la culpa: una prueba más de hasta qué punto estamos colonizados por el hombre blanco. En. lo que a mí respecta el invierno es un tiempo civilizado en el que el hombre, con a naturaleza dominada gracias al abrigo y a la calefacción (individual), puede dedicarse a la humana actividad de pensar, pasear, cantar, ligar, y demás verbos terminados en ar . En tanto que el verano, ese verano que Borges refiriéndose al de Buenos Aires llamaba indigno, me devuelve a. la cueva y me convierte en un ser temeroso monopolizado por la urgencia de abrir ventanas por la noche, cerrarlas al alba y meter agua de la nevera en el botijo, pendiente de la información meteorológica (inútil: siempre hace sol), alérgico a la visión de calcetines o jerséis, adicto a los helados, malhumorado con la simple idea de asomar a la calle antes de las diez de" la noche, víctima del garrafón de las terrazas, harto de tanta carne. de exhibicionista y, sobre todo, atormentado por la más vieja de las oraciones: perdónanos, Señor, y haz que vuelvan las lluvias.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_