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Naturaleza e historia

Pretendían los viajeros románticos que la española era una gente singular, una nación anómala y, en verdad, el insoportable calor que cae sobre nuestras tierras calcinadas habría abrasado las energías de cualquier otro pueblo menos dotado que el nuestro. Los británicos, por ejemplo, ¿cómo les habría ido a los británicos en la historia universal si su sociedad civil, tan envidiada por la muchedumbre de nuestros arbitristas, hubiera sufrido la vecindad de este sol, traidor amigo nuestro, que decía Ortega? Y los franceses, ¿habrían sido capaces los franceses de alumbrar las Luces si por sus ríos hubiera discurrido el miserable caudal que avanza perezosamente por los nuestros?Nuestra anomalía no consiste, sin embargo, como suponían viajeros y arbitristas, en habernos desviado del curso de la civilización europea sino en haber luchado tan bravamente por incorporarnos a ella. Si unos esforzados núcleos de guerreros no se hubieran empecinado en cruzar el Duero camino del sur, la Hispania de los romanos sería ahora una especie de Al Andalus de los moros. Contra los datos de la naturaleza, nuestros ancestros, decidieron torcer el curso de la historia y así, a la postre, lo increíble no es que no hayamos sido como los europeos, sino que seamos tan europeos. Pocos en Europa han logrado, como nosotros, hacer compatible el liberalismo con la sequía ni la democracia con temperaturas superiores a los 40 grados, más propicias a la algarada nocturna en la calle que el debate a mediodía en un espacio cerrado. Mal que le pese a Montesquieu, España es la prueba viviente de que el imperio de un sol inmisericorde puede ser derrotado.

A condición, claro está, de no someter, como de continuo nos invita ese arraigado fatalismo de derecha que habla hoy por boca de José María Aznar, la historia a la naturaleza. Pues si, en efecto, se toman los datos de la naturaleza por inalterables, entonces el porvenir de España no debía ser otro que su origen: pequeños reinos cristianos sobrados de agua en el norte y, luego, la morisma, dividida en taifas, a la greña por sus escasos recursos hidráulicos. Y esto y no otra cosa es lo que parece dar a entender el líder popular cuando recuperando la vieja idea romántica de que la naturaleza es como una madre, asegura que si ha hecho discurrir los ríos por unos determinados cauces', sus razones tendrá y es pretensión faraónica, merecedora tal vez de todas las plagas de Egipto, pretender desviarlos. Pero la naturaleza, según escribiera la Pardo Bazán -que venía, sin embargo, de tierras húmedas- no es madre sino madrastra y si por ella fuera, España sería, como la ilustración francesa en bloque habría deseado, poco más que una prolongación de Africa y los españoles un pueblo que sestea, a la sombra de una encina o de un olivo. Si hemos sido capaces de torcer ese curso ni puesto por una naturaleza hostil levantando una imposible capital en el centro de una árida meseta y construyendo un improbable Estado a partir de una multitud de reinos cristianos moros. y si, al final, la exótica planta del liberalismo y de la democracia ha acabado por arraigar también en estas tierras recalentadas y polvorientas, ,¿por qué habríamos de achantarnos ante la tarea, a todas luces menor, de trasvasar el agua de los bravos ríos del Norte a los escuálidos riachuelos del Sur?

A no ser que cedamos otra vez ante el chantaje de la naturaleza, cantemos a coro las alabanzas de la maravillosa diversidad de la geografía regional y carguemos de nuevo todas las culpas de nuestra peculiar historia al Sol, ese viejo y traidor amigo nuestro.

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