Induráin sueña su sexto Tour
ERA TAN evidente desde hace no se sabe cuantas jornadas que Miguel Induráin iba a ganar su cuarto Tour consecutivo, que lo propio es ahora hacerse la pregunta: ¿cinco? ¿Osamos soñar seis?El ciclista navarro no sólo ha superado el bache de lo que alguien pensó que era el inicio de la edad tardía -30 años recién cumplidos-, sino que parece instalado en la duración. Ha ganado su cuarta vuelta a Francia consecutiva y con ello iguala la marca del flamenco Eddy Merckx y del normando Jacques Anquetil. Bernard Hinault, el sabio saurio del sillín, no pudo nunca juntar tantos de una sola tacada.
Es cierto que queda por emular la última frontera del ciclismo: apropiarse de cinco pruebas francesas con el lapso de tiempo que sea, récord que comparten los tres grandes corredores mencionados. Un belga y dos franceses. Más allá se yergue el sueño. Induráin, como se ha visto en este final de la gran prueba, es el mayor ciclista conocido. con los pies en el suelo, el pulsómetro en el corazón, el arranque temperamental a buen recaudo. El único capaz, por tanto, de hacer el sueño realidad.
Su épica, distinta, está escrita con la más imbatible prosa de la historia deportiva. No podrá del todo comprenderle aquel que sólo concibe la victoria por la vía nominal de la heroicidad. Se equivoca, con perdón, quien así piense. El mejor héroe es el que no necesita recabar martirologio. De otros grandes campeones lo mejor que nos queda es la estela de su paso, aquello que los agiganta en la memoria. De Induráin, en cambio, lo imposible va a ser siempre el presente: verle cómo dinamita todas las marcas sin que se oiga, siquiera, la explosión.
Este cuarto Tour en la vitrina nos permite, por añadidura, subrayar alguna que otra relevancia genealógico-deportiva. Parece como si Induráin hubiera venido a reinar, por la fuerza de las cosas, sobre un cierto valle entre los picos de las, generaciones.
Hace algunas temporadas que se acabaron los Delgado, Fignon y LeMond, sin que, al mismo tiempo, hubiera surgido la gran falange del relevo. El abandono en Francia del suizo Tony Rominger hace suponer que ya no ganará ningún Tour. Parece condenado a acabar su carrera como un viajero del tiempo, el vástago de una generación perdida y anterior a quien los avatares del zodiaco ciclista no habían permitido hasta la era de Induráin partir en busca de su estrella. Y cuando ya creía alcanzar el fuego con la mano, un corredor español, hors catégorie, le ha escamoteado la presa con todo su fulgor.
Quizá es verosímil decir que Induráin puede felicitarse de que, por ejemplo, el también suizo Alex Zülle haya sido hasta ahora más nova que astro rey; que el italiano Pantani, con la clase de un diamante torpemente tallado, tenga aún años por delante para aprender qué es la alta competición; que el ruso Berzin esté aún por probar fuera de su feudo transalpino; que los franceses Virenque y Leblanc sean únicamente atletas para premios de consolación.
Así, el ciclista de Villaba parece que planea hoy sobre un panteón bien poblado de los que ya han sido, los que todavía no han llegado a ser y los que ya perdieron la esperanza. La propia generación del navarro -Bugno, Chiappucci, Ugrumov...- se extingue; la precedente ya sólo mora en el recuerdo; la venidera apenas se entrevé. Así podría explicarse ese cuarto Tour que no parece, sin embargo, el último. ¿O, acaso, la hondonada sobre la que Induráin señorea la ha excavado él mismo con el supremo destajo de su superioridad? Los grandes campeones siempre han sembrado al desierto a su alrededor. ¿Cuál es la verdadera frontera de Induráin? La respuesta está en el Tour del 95, que promete ser el juego más apasionante del próximo verano.
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