A fuego lento
Saltar de la sartén a las brasas es lo que nos pasó a quienes sucumbimos al señuelo de escapar del tórrido julio madrileño en busca de mayor templanza en otras latitudes. Error, entre fatal y heroico, porque parece que la capital está asediada por un ígneo ejército que se entreabre para dejar salir y nos corta la retirada al regreso indemne y salvador. Apenas que dan puntos cardinales que no sean trampa infernal de este otro azote que incinera los bosques y deja al planeta con el aspecto de esos calcinados cuerpos, innecesariamente destruidos por la mano de otros seres parecidos en la crueldad, el desprecio y hasta en el color de la piel.Dándomelas de previsor y cuco, escapé de los primeros bochornos en la capital justo cuando aquellas fogosas jornadas que han arrasado millares de hectáreas. Me acogí entre las forestas del Bajo Ampurdán, alejado del festivo festín de veraneantes que se despellejan en las desenrolladas playas, refugiado en el innumerable verdor de las colinas interiores.
Este paisaje seguro y sereno de pinos de ancha copa, membrudos olivos, fragantes camelias, pitas, palmeras y cipreses ofrece a la cansada vista el aspecto casi paradisiaco de una naturaleza viva, perezosa y fecunda. Sin embargo, pasan. a toda hora del prolongado día los urgentes y violadores zumbidos del helicóptero de reconocimiento, las avionetas avizores, los hidroaviones combativos.
Aquel telón verdoso y pujante se nos antoja, de repente, amenazador, satánico, capaz de, transformarse de peine de las brisas en ardiente círculo insalvable. El ancho cielo azul sombrea en un cercano horizonte y estimula una crepitante inquietud; no es la tormenta estival y refrescante; puede ser, es el humo de los montes quemados. El caprichoso viento, perversamente empeñado en alargar las llamas, envía lejos una advertencia de cenizas que cae con aprensión sobre nuestra perdida inocencia.
Las emisoras de radio locales lanzan el intermitente y puntual parte de guerra en el que salimos derrotados. Resulta un cursillo intensivo de inmersión en lengua catalana, para descifrar en el mapa de carreteras la cambiante ofensiva del fuego, las imprevisibles infiltraciones, el ataque por la retaguardia desguarnecida, el desconcierto de los estados mayores y la impotente serenidad sin fundamento de que eso no ocurrirá en nuestras cercanías.
En el diario de operaciones suenan nombres apenas entreoídos: donde fuimos a cenar anteanoche, el cruce de una recién inaugurada autovía, la estación por la que pasa el Talgo... Año tras año, como si nunca hubiéramos robado el fuego a los dioses, el castigo llega aumentado sobre la temporada anterior.
Miramos la foresta con nuevos ojos de respeto, otros distintos del que también produce el agua cuando revienta los diques y todo lo traga con estrépito. Así que vivimos las ricuras de la madre naturaleza, entre el pavor que nos llega de los cielos, tronchando troncos milenarios, levantando tejados, hinchando ríos y llevándose puentes y, de otra parte, el aliento caluroso que devora, con su imbatible oleaje de llamas, una tierra que se nos queda yerma y yerta.,
Calor, calor, noches de insomnio y desasosiego, sin que apenas el abanico remueva el aire no hay mucho en Madrid, nuestro Madrid, del sofocante julio, del ferragosto. Quien no tiene frío acondicionado se las arregla cerrando puertas, ventanas, persianas y cortinas a la canícula para dejar paso clandestino al fresquito de la amanecida. Con los calores y los acreedores impertinentes hay que hacer como si no estuviéramos en casa. Cuando el termómetro se acerca a los 40 grados, ni siquiera descuelgue el teléfono. Hay que descorazonar al fuego, para que se marche con sus lenguas a otra parte. Quienes regresan, tras la primera oleada, fingen el ademán del que vuelve de una guerra a la inútil espera de una admiración que el madrileño rara vez prodiga.
Es una delicia volver a los Madriles. Algo morenos, si puede ser, pero no tostados, en el sentido más estricto. Roguemos por nuestra sierra vecina, por los pinares de Valsaín, y bajo ningún concepto dejemos, morir de sed al ficus doméstico ni al. correoso geranio. Es quizá una venganza ciega y desordenada que busca alianza con los vientos, y éstos nunca supieron hacia dónde y por qué soplan.
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