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El ocaso del espectador de fútbol

Estaremos de acuerdo en que la selección española de fútbol ha' empatado y ganado los partidos en que peor jugó, para salir finalmente derrotada cuando bordó su mejor juego. Una duda de naturaleza casi metafísica ha brotado en la cabeza de algún hincha: ¿qué vale más, ganar debiendo perder o perder debiendo ganar? ¿Ganar contra todo mérito, o perder pese a no merecerlo? Pero habrá sido una debilidad momentánea, impropia de un aficionado de verdad. Por lo que uno ha oído, era preferible haber jugado peor, con tal de superar la eliminatoria. Lo que al final cuenta, como en la vida misma, es la cuenta de resultados.Ya no están los tiempos como para que un Clemente se atreva a pronunciar ante la historia eso de que "más vale honra sin triunfos que triunfos sin honra". Ni siquiera el más sensible de los aficionados se indignaría ya frente a una victoria deshonrosa de los suyos o hallaría consuelo en su honrosa derrota. Hoy cualquier derrota es, por sí misma, deshonrosa, de igual modo que toda victoria, sin más, honra al vencedor. Y es que la honra y la deshonra sólo las acaba poniendo el resultado.

Esta creciente sumisión de todos los factores del fútbol al marcador final revela, entre otras causas -según creo-, el imperio de la contabilidad empresarial sobre el juego mismo. Para la empresa futbolística (desde el presidente a sus empleados: entrenador y jugadores), el objetivo necesario es su rendimiento económico y, su medio, el éxito deportivo, cuyo grado se mide tan sólo por el puesto en la tabla clasificatoria. No es estrictamente preciso que el producto ofrecido sea un buen fútbol. Penetrados de tales principios, la alineación del equipo y su estrategia sobre el terreno se confeccionan hoy más para no perder o ganar por la mínima que para arrasar al tanteador. En tiempos conservadores, ya se sabe, el mejor ataque es una buena defensa y todo lo que sea jugar con más de uno o dos delanteros pasa por una osadía que se pagará cara. Y como este sistema exige la abundancia de bregadores del medio campo, por mucha excelencia que algunos alberguen, el tono del conjunto sólo puede ser mediocre. ¿No adivinan quién es el principal sacrificado de este predominio del resultado sobre el fútbol? El espectador.

Cuentan las viejas crónicas de la filosofia que, al decir de la escuela pitagórica, hay tantos géneros de vida humana cuantas clases de individuos se reunían en los Juegos Olímpicos. Allí estaban los propios atletas, animados por el propósito de alcanzar los honores públicos que aguardaban al vencedor, y estaban también los comerciantes, que veían en los juegos la ocasión de hacer su negocio. Pero, sobre todo, allí acudían los espectadores, esa gente más desinteresada que no tenía otro fin que el goce extraído de la simple contemplación del certamen... Es verdad que la metáfora sería hoy en más de un punto inservible. No sólo porque la vida lucrativa se ha impuesto como el modelo indiscutible de la activa y de la teórica, sino porque resulta bastante improbable que el ciego hincha de nuestros días deba aparecer como el símbolo del filósofo, o sea, del que se dedica a mirar (theoréin). Si la traigo a Puerto, es por advertir la distancia que separa al olímpico espectador griego de ese sonrojante fantoche contemporáneo conocido como Manolo, el del Bombo.

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Porque ésta se me antoja como la más penosa consecuencia de esa. lógica de la eficacia aplicada al fútbol: que la perversión del objeto del espectáculo haya pervertido también a su espectador. Mal que bien, uno puede entender que, conminados a ganar como sea si quieren sobrevivir, los que hacen de esto su profesión deban guiarse por la máxima de la rentabilidad. Lo sorprendente es que el espectador, ese al que ante todo habría de moverle el afán de disfrutar del espectáculo, haya llegado a abrazar también aquella lógica que a él le anula. Todavía quiere el espectáculo, sí, pero, quiere más la victoria de los suyos. También aquí la producción manda sobre -el consumo, hasta el punto de que el usuario no expresa otra necesidad ni demanda más satisfacción que las que el productor haya dispuesto en su particular beneficio.

. Dejemos para otro momento la figura de esos nacionalistas de los estadios (y del televisor), que no contemplan tanto el juego mismo cuanto el prestigio de la patria -grande o chica- ilusoriamente puesto en juego. Que el puro espectador del fútbol representa seguramente una especie en vías de extinción lo indica, sobre todo, la progresiva renuncia a su verdadero papel cuando reduce lo útil a lo pragmático. En realidad hace propio lo que es de utilidad ajena y, al aspirar incondicionalmente al triunfo de los suyos, se transmuta en participante directo de la contienda. Lo mismo que entrenador y jugadores no deben en primera instancia divertirse con el ejercicio del fútbol (que para ellos no es juego, sino trabajo), tampoco el espectador ha de pretender primero gustar de la belleza o emoción del partido, sino más bien esforzarse como los 22 que corren por el campo. El placer de unos y otros, si es que llega, vendrá por añadidura; esto es, una vez asegurada la victoria.

Por si no fuera bastante tamaña autoprohibición del mero goce estético a la vista del fútbol, se diría que antes aún nuestro espectador ha declinado en buena medida sus funciones de sujeto moral. Pues el caso es que, si sólo vale ganar, entonces vale todo. Claro que ahí está el reglamento que marca los límites de la legalidad del juego y un árbitro para juzgar de su cumplimiento. A los ojos encendidos del seguidor sin embargo, reglamento y árbitro están ahí más que nada para perjudicar al equipo de su preferencia y éste tiene como una de sus obligaciones la de tratar de burlarlos. Tan justificado estar á, pues, p ara los seguidores italianos el codazo de Tassotti a Luis Enrique como para los españoles la carga antirreglamentaria de Bakero al portero danés en el gol que clasificó a nuestra selección para la fase final. Y aquel otro célebre tanto de Maradona ayudándose con la mano, puesto que subió al marcador, no sólo fue aplaudido entre sus compatriotas por la victoria que arrastraba; se aplaudió universalmente también por la habilidad del jugador para el engaño impune. Al fin y al cabo -así es la vida-, de la limpieza de los procedimientos con los que se obtiene el poder o la gloria pronto no queda ni noticia. El presente, al igual que la historia, sólo celebra a los vencedores.

Y si en el fútbol, como en la lucha por la existencia, sólo vale ganar, ¿acaso cabrá siquiera la apelación a la justicia? Cada vez menos. Cuestionar la justicia del desenlace sólo tendría lugar si contaran los méritos exhibidos por cada uno de los rivales. Este íntimo sentido del derecho no cambiará el resultado, pero al menos se rebela contra el absurdo y está dispuesto a reconocer a cada cual lo suyo... Pero si lo. único meritorio fuera el resultado final ventajoso, éste no sólo será inapelable, sino que hará siempre justicia al vencedor. Cualquier otra invocación a la justicia habrá de ser juzgada como una lastimera treta del vencido en busca de piedad. No habría más justicia que la eficacia ni equidad más exacta que la que deciden los hechos. Simplemente por haber ganado, el ganador merecía ganar, lo mismo que al perdedor le tocaba perder sencillamente por haber perdido.

El fútbol es así, se dice entonces -según las tornas- en tono entre cínico y resignado. Lo que, al final, significa: Dios así lo ha dispuesto, ahí está la gracia, y las cosas son como deben ser. Es el momento en que el depauperado espectador, miren por dónde, se nos vuelve teólogo.

Aurelio Arteta es profesor de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco.

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