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Reportaje:VA DE RETRO

Qué delicia de estación

La primera terminal ferroviaria de Madrid dejó de estar en servicio hace 25 años

La noche del 30 de junio de 1969, la estación de Delicias vivía un ajetreo inusitado. Medio millar de personas se agolpaban en un mismo andén sin maletas ni bultos que denotaran un viaje. Eran funcionarios de Renfe, miembros de la Asociación Española de Amigos del Ferrocarril, periodistas y curiosos dispuestos a no permitir que la vieja estación viviera sus últimas horas en soledad. A las 9.15 había partido el último tren con destino a Badajoz, llevando en sus vagones a algunos de los procuradores extremenos que venían de asistir al pleno de las Cortes. Pero el adiós definitivo, paradójicamente, lo iba a dar un recibimiento. Cuando a las 10.15 entró el expreso de Badajoz, cuentan los cronistas que estallaron los aplausos y las lágrimas y alguien estrelló una botella de champaña contra la locomotora diesel 10.817, deseoso quizá de que aquello fuera en realidad una botadura y no una despedida. Los nuevos enlaces ferroviarios y la entrada en funcionamiento de Chamartín, que había aliviado a Atocha de las líneas con destino a Zaragoza y Barcelona permitiéndole así asumir los trayectos hacia Extremadura y Portugal, habían contribuido a echar el cierre definitivo a la primera estación monumental madrileña. Había vivido 89 años.

Apeaderos

Inaugurada el 30 de marzo de 1880 por Alfonso XII, Delicias había nacido con un aire señorial ajeno a sus dos hermanas, Atocha y Príncipe Pío, concebidas inicialmente casi como apeaderos, a los que el empuje ferroviario subió de rango con los años. "Atocha era tan cochambrosa", contaba un cronista, "que nadie la llamaba estación, todo el mundo la llamaba embarcadero". Príncipe Pío tampoco se quedaba atrás en cuanto a raquitismo se refiere. Sin embargo, Delicias nació "poderosa, robusta, exuberante, pletórica de facultades y dotada de las instalaciones más modernas del momento". Su característico armazón metálico había salido de la fábrica del mismísimo Eiffel. Contaba además con un edificio de viajeros de más de 10.000 metros cuadrados, cinco vías y, como novedad, una sala exclusivamente destinada a la familia real. Hacía más de 30 años que la línea férrea se había asimilado al paisaje español, y la estación surgía segura de su destino, convencida de que el futuro estaba en el tren.Delicias abrió a Madrid el camino hacia el Oeste. Al pasar, poco después de su nacimiento, a manos de la compañía Madrid-Cáceres-Portugal empeñada en estrechar los lazos hispano-lusos a través del tren, la estación se convirtió en uno de los principales centros migratorios del país. De ella partían rumbo a Lisboa los que perseguían el sueño de las Américas, de ahí su sobrenombre la antesala de América, y a ella llegaban día a día, soñando con el mito de la gran ciudad, "los extremeños que, en lícita competencia con los jiennenses, tratan de alcanzar las cotas más altas en el capítulo de la migración". No es extraño que este mismo cronista asegurara que Delicias "no era la estación de los madrileños, sino nuestra, de los provincianos, de las gentes del Lejano Oeste".

Aunque su cierre había sido la crónica de una muerte anunciada, Demetrio Gálvez no sabía nada. Hacía una de sus últimas rondas con el taxi para pescar algún cliente trasnochador cuando el bullicio le sorprendió. "Yo no me había enterado de nada", asegura, "y al ver el gentío pensé: ¿qué pasa aquí"?.

Demetrio se sumó a la hilera de taxistas que olfateaban la inminente carrera sin saber que al día siguiente su nombre saltaría a los periódicos. Se cerraba un símbolo y se buscaban otros nuevos, por eso Demetrio fue señalado por la fortuna como el último taxista que llevó al último viajero de Delicias. "Fue un periodista de Arriba al que dejé en la avenida del Generalísimo. Fue una carrera de 50 pesetas", recuerda Demetrio, "porque entonces la bajada de bandera costaba un duro". El periodista, emocionado, contaba al día siguiente que el taxista le había deparado especiales atenciones, pero Demetrio no tiene rubor en desmentirlo. "Le traté como siempre trataba a todos mis clientes. Yo era amable, servicial, y nunca empleé la picaresca". Aún mosqueado porque se acaba de enterar del adiós de España al Mundial, Demetrio quita importancia a su efímera fama. "Fue una casualidad, porque nunca me gustaba esperar en las paradas, siempre cogía a la gente a la carrera. Ahora, si tenía que hacerlo, prefería las estaciones al aeropuerto, porque tenían siempre muchos más viajeros".

Tampoco está de humor Demetrio para el derroche romántico que volcaron los periodistas en sus crónicas del día siguiente. Muchos de ellos aseguraban que el cierre de Delicias suponía el adiós al Madrid de las viejas estaciones en las que maletas y gallinas compartían vagón con los viajeros. "Cómo no rememorar", contaba uno de ellos, "el espectáculo de hombres con sus maletas de madera de fibra, de las alforjas y las gallinas, de los rostros ocres de los campesinos". "Eso es literatura", asegura Demetrio. "Jamás me topé con nadie que pretendiera colarme en el taxi un animal. La gente como mucho te pedía que le dieras una vuelta para conocer Madrid".

Pancarta

Demetrio, que siempre viaja en coche, no es precisamente un nostálgico del tren. Desde, luego, no tanto como aquellos ferroviarios que como despedida colgaron del último vagón del expreso de Badajoz la siguiente pancarta: "Es el progreso, pero qué tristeza. Viva Madrid Delicias". Nadie les iba a decir que la moribunda estación iba a resistir los augurios de piqueta y excavadora que le presagiaron muchos. "Naciste bajo los auspicios del progreso, te entregaste por entero al progreso y ahora te mata el progreso. Una ingratitud más, lo sé, chata, pero cuando hay tres hombres preparándose para hacer un largo viaje a la Luna, no hay que andarse con sentimentalismos". Afortunadamente, no todos pensaban igual, y Delicias se salvó del derribo. Desde diciembre de 1984 se convirtió en el Museo del Ferrocarril.

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