Bajo el volcán
De todas las ciudades, de todos los rincones y caprichos del planeta, valles, ríos y montañas, lagos, selvas y glaciares, los representantes de los siete países más industrializados han decidido reunirse delante del paisaje que ofrece la bahía de Nápoles. Yo no sé si el decorado influye en el contenido como la forma influye en el fondo. No sé si el ritual de las decisiones y el protocolo diplomático esconden alguna relación secreta con los accidentes de la geografía. Lo cierto es que este año los hombres más poderosos de la tierra, al menos en términos comerciales, se reúnen a la sombra de un volcán. Dicen en Toscana y Lombardía que los napolitanos son españoles degenerados. No es pequeño motivo para despertar nuestro interés.De siempre ha sido Nápoles una ciudad con resonancias literarias. Por allí pasó Cervantes antes de ser manco, por allí pasó Lord Byron siendo ya cojo, y en una taberna napolitana pasó graves apuros el admirado capitán Contreras, salvándole la vida una oportunísima erupción del Vesubio (ese detalle hace que yo tenga al capitán por un hombre señalado aunque no sé si mentiroso: pocos destinos deben ser tan preciosos como para que intervenga en su favor la actividad de un volcán). Con menos suerte y menos complicidades volcánicas que Contreras, pero elemental y tremendista como él, en Nápoles murió el pintor Ribera. La lista de aventureros, artistas y escritores que han frecuentado la ciudad resulta interminable. El joven Stendhal dedica a Nápoles algún interesado piropo. Jorge Luis Borges siente en Nápoles, con Galileo, la necesidad de medir el diámetro de las bocas del infierno. Otros han sentido en Nápoles la sublime inspiración del bel canto. La silueta impresionante del Vesubio cierra el horizonte de uno de los lugares más evocadores para la imaginación histórica europea. Y mientras el portaaviones Saratoga fondea en la bahía y las ratas nocturnas del puerto se apelotonan y brincan en grupos como alegres conejillos juguetones creo que bien merece la pena dedicar una página a la ciudad.
En otros tiempos, junto con el vino sulfuroso de las laderas vesubianas y las delicadas porcelanas de Capodimonte, uno de los productos típicos de Nápoles era la manufactura y comercialización de niños castrados. La operación se realizaba entre los siete y los ocho años de edad. Su ejecución no planteaba demasiados problemas técnicos o psicológicos, salvo para el niño, naturalmente. Las bajas por septicemia o complicaciones imprevistas no pasaban de lo económicamente aceptable, dado el elevado precio que alcanzaban los sobrevivientes. Hasta finales del siglo XVIII la relación de oferta y demanda de niños castrados se vio sostenida principalmente por el mercado pontifical. Los príncipes de la Iglesia se deleitaban con los castrati napolitanos sin dificultades de conciencia. Eran los tiempos gloriosos en que las relaciones del papado con el sexo, aunque fuera para cercenarlo, no pagaban el tributo de la culpabilidad. Con el paso de los años los niños castrados se convertían en cerúleos colosos que conservaban espléndidas voces infantiles. Eran muy apreciados en las capillas selectas y en los salones femeninos de la buena sociedad. Nunca se ha explicado con bastante claridad la atracción que han sentido las mujeres hacia esos gigantes melancólicos de grupa poderosa, generosa papada y cuello de toro. La relación de la mujer con el eunuco, la sofisticada fascinación de la unión imposible, es uno de los misterios sentimentales que quedan sin resolver. La costumbre de castrar a los niños fue cayendo en desuso sin que intervinieran criterios morales, como se abandona un estilo de vida, como se arrinconan juguetes demasiado voluminosos para su verdadera utilidad. El último castrado, de nombre Porporino, llegó a viejo y escribió sus memorias. Nadie, ni Botero, se ha atrevido a levantarle un obeso monumento de bronce en su ciudad natal.
Nápoles es la ciudad europea que hace mayor ostentación de su miseria. Con un característico exhibicionismo mediterráneo, la ciudad describe al norte de la bahía un amplísimo arco de suciedad, de sufrimiento y de sudor. No es el duro y concentrado padecimiento de Marsella, ni la mugre intemporal y exótica de Alejandría. Es una miseria de lo cotidiano, donde el caos atrofia los sentidos, y donde la dolorosa inundación de sensaciones anula la capacidad de percepción. La miseria de los tugurios de Nápoles se ha descrito utilizando adjetivos opuestos, como si en la miseria se encontrara simultáneamente la degradación del hombre y una esperanza de redención. Con la misma vehemencia se ha descrito el esplendor del teatro de San Carlos. La monarquía napolitana edificó un palacio de la ópera donde según la raza delicada de los melómanos se alcanza una acústica depuradísima, hazaña incongruente, gallardía grotesca en el actual reino de los motocarros y la anarquía explosiva de la circulación. Los españoles dejaron en Nápoles unos barrios con urbanismo de guarnición. La Camorra napolitana ha levantado una city que simula un espejismo. Entre todo ello, la ciudad ha crecido como un tejido canceroso, cuyas metástasis se extienden hasta Capua y Caserta. El horizonte deslumbrante del Mediterráneo se ofrece como un instinto de fuga, lo mismo que se alza, con la libre indiferencia de la geología, la silueta del volcán.
Hay en Nápoles un museo de bóvedas altas donde se conservan algunas de las piezas más importantes del arte occidental. El Hércules Farnesio es un gigante de mármol, apoyado en su maza, fatigado y desnudo. Lleva consigo el trofeo de la piel de león y esconde a sus espaldas las naranjas que robó en el jardín de las Hespérides. Pero es un Hércules escéptico, resignado a la inutilidad de sus trabajos y al recurrente olvido de la humanidad. Procedente de Pompeya está el mosaico de la batalla de Gaugamelas, donde el gran Alejandro derrotó a Darío. Por encima de los siglos, el movimiento y la intensidad de la escena superan lo que el más avisado erudito pudiera esperarse. El tema de las batallas y de los caballos enloquecidos inicia un recorrido que en nuestros tiempos concluye en el Guernica. Ello me hace pensar que el hiperrealismo deshabitado de cierta pintura americana es el resultado premonitorio de una batalla de radiación.
Los recién casados napolitanos se hacen fotografías nocturnas en el único paseo que existe en Europa iluminado con farolas de gas. Las parejitas se besan bajo la amenaza de tres bocas de cañón del Fortín del Huevo, pero las sombras son trémulas y románticas, huele a fritanga, flota el cadáver de un gato y bajo la mole del fuerte se escucha el murmullo del mar. Se han de dar en Nápoles cualidades estéticas insospechadas, como esos besos de papel satinado y esas guirnaldas de ropa tendida que son el lado pintoresco de la miseria. Los restaurantes locales han puesto de moda una receta de pasta bautizada con el nombre de la reunión de los países poderosos. Son pastas a la G-7, especialmente diseñadas para la ocasión. Las pastas tienen, en efecto, forma de G y forma de 7. La salsa se compone de tomate, aceitunas, pez espada y pesto de la región. Después de la revuelta de Espartaco, la ruta de Nápoles a Roma se vio bordeada de esclavos crucificados sin que por ello se estremeciera el mundo romano. Hoy día se reúnen bajo el volcán los siete hombres más poderosos de un planeta que vive en la miseria. Mientras el Saratoga gira lentamente en torno a su ancla y al presidente Clinton le botan la chalupa el símbolo se hace evidente, sin saber, en caso de que se incendie la tierra, a quiénes crucificarán.
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