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Reportaje:EXCURSIONES: EL VALLE DEL ALBERCHE

Aquí si hay playa

Se nota que los madrileños son medio moros. Como le sucedía al Averroes de Borges, "cuyos antepasados procedían de los desiertos", su carne agradece la constancia del agua, sea en fuentes, cauces, arroyos, pozas y hontanares; y, si los apuran, hasta en albañales. Incluso el topónimo Madrid -también de origen árabe- expresa el anhelo, ya que no la dicha, de vivir en un lugar de aguas abundantes". Las matrículas de los coches hacinados en Gandía y aledaños confirman las ganas de líquido elemento.El Alberche ha sido uno de los calmantes más eficaces de ese apetito genético. Debió de serlo ya en tiempos de los celtíberos, a juzgar por sus muchos restos diseminados por la vega (toros de Guisando, yacimientos del cerro Almoclón...). Lo fue sobremanera a raíz de la construcción de los embalses de Picadas (1952) y San Juan (1955). Y no digamos ya desde que a la clase trabajadora se le acabó la alegría de un mes entero de vacaciones en la playa.

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Todo bajo el sol

Aldea del Fresno es uno de los spots favoritos de los bañistas madrileños. De su casco urbano poco hay que ponderar, salvo la curiosidad de una fuente replicante de la de los Leones -de nuevo asoma Muza- frente al Ayuntamiento. De sus afueras, nada que el pueblo no lleve escrito en el nombre, pues las fresnedas proliferan en la confluencia del Alberche y el Perales, aliviando de paso su sombra democrática a los que ni siquiera tienen para aftersun.

En tiempos de crisis no hay playa mala. Pero puestos a elegir entre una gravera alicantina atestada de turistas y el diáfano arenal de unos 100x400 que se extiende a la vera del río, muchos madrileños se quedan con lo segundo, y encima les sale gratis. Por lo demás, el ambiente es cien por cien levantino: chiringuitos, sombrillas mil, tufo a bronceador del año pasado, batallas navales y nada de top less, que hay ropa tendida.

La ruta del Alberche playero ha de pasar necesariamente por Villa del Prado (iglesia gótica con retablo mayor churrigueresco) y por su ermita de la Poveda. De nuevo, el nombre lo dice todo: junto al edificio barroco se alza una alameda (o poveda), cuya sombra es gloria pura. Aparcamiento, merendero, bar con terraza ajardinada y fuente de agua milagrosa contra la sed son otras tantas bendiciones.

Camino del embalse de San Juan se impone un alto en San Martín de Valdeiglesias, población de unos 5.600 habitantes, pero de historia grande. Fue propiedad de los monjes cistercienses y luego de don Álvaro de Luna. En su Casa de las Dos Puertas se alojó santa Teresa, y en su castillo, Isabel la Católica.

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Un castillo, el de la Coracera, que el día menos pensado puede venirse abajo con todos sus fantasmas, incluido el de uno de sus últimos propietarios, "un mercenario" -según las crónicas- que creó una aureola de malditismo en tomo al edificio y que hace algunos años apareció muerto, con un tiro en la cabeza y en circunstancias misteriosas". Los vecinos van más allá, como siempre, y aseguran que el personaje gustaba de escuchar marchas fúnebres y militares a medianoche y poseía una leona que desayunaba carne de burro.

Lo que algunos mapas denominan, humorísticamente, como costa de Madrid son apenas siete kilómetros de urbanizaciones, clubes náuticos, calas, acantilados de granito y pinares a través de los cuales se otea algún velero, como en las postales de Menorca.

Aguas abajo, los embarcaderos de Pelayos de la Presa registran una actividad frenética. Y así como soplan vientos favorables para la navegación en mitad de la reseca meseta, lo hacen contrarios para el montasterio cisterciense que fundara el abad Guillermo en 1148. El que fue centro espiritual del valle de las Siete Iglesias se desmorona a un tiro de piedra de la presa, de los fuerabordas, de los bañistas y del único consuelo que le queda ya a nuestra alma agostada: la playa.

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