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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Festival de fuego

EL DESASTRE estival de los incendios forestales de este verano de 1994 parece tener ya -nada más comenzar- una intensidad y una gravedad sin precedentes. El fuego madrugador, asociado a unas condiciones climatológicas extremas de sequía, altas temperaturas y viento, ha devastado decenas de miles de hectáreas arboladas y ha ocasionado ya la muerte de 11 personas, entre miembros de equipos de extinción y excursionistas que se vieron sorprendidos por los incendios. En estos momentos no es ninguna metáfora afirmar que España está en llamas desde la región murciana hasta los Pirineos.Verano tras verano, y unidas al festival de fuego, se repiten las mismas explicaciones sobre la manera de hacer frente al desastre ecológico y sobre sus posibles y variadas causas. El ministro de Agricultura de turno habla invariablemente de los remedios disponibles para combatir el fuego, y el de Justicia, de la necesidad de agravar las penas contra los ciudadanos negligentes que arrojan colillas encendidas entre los matorrales, hacen hogueras o queman matorrales o basuras, y contra los pirómanos. Tampoco faltan las propuestas voluntaristas o demagógicas sobre la forma de librarse de una calamidad que adquiere visos de ineludible tributo a pagar cada año a los caprichos y fuerzas de la naturaleza.

Sobre las causas de los incendios se ha dicho todo. A las naturales -sobre todo, el rayo generado por las tormentas secas- se añaden las atribuibles a la actuación intencionada o negligente del hombre. Contra las primeras poco puede hacerse de momento, salvo disponer de medios suficientes y tener capacidad y preparación para utilizarlos de inmediato. Contra las segundas., las más activas en el desencadenamiento del desastre anual -se calcula que el 90% de los incendios se debe, de una u otra forma, a la acción del hombre, y que los intencionados son del orden del 40%-, puede hacerse mucho más de lo que se hace: desde un mayor esfuerzo en la concienciación cívica de los ciudadanos y en el cambio de determinadas prácticas atávicas, como las quemas con fines agrícolas o ganaderos, hasta una tipificación penal más rigurosa de las conductas incendiarias.

La Administración ha hecho hincapié en el sustancial aumento de los medios humanos y materiales -aviones y helicópteros, fundamentalmente- destinados en los últimos años a la prevención y extinción de los incendios. Pero ese aumento de medios no se ha correspondido con una mejora proporcional en la coordinación de los diferentes niveles administrativos -estatal, autonómico y municipal- que se distribuyen las competencias en este campo. De modo que en la actualidad, y ante incendios de la magnitud de los que asuelan Levante y Cataluña, queda la duda sobre la racionalidad con que se utilizan los medios existentes.

En todo caso, junto a mayor voluntad política por parte de la Administración -algunas comunidades autónomas han dado alguna prueba de ella con la prohibición administrativa de encender fuego en el campo o con la negativa a recalificar terrenos quemados- y una mejora en su coordinación, es necesario insistir más en el mensaje conservacionista y en el comportamiento cívico de los ciudadanos que irrumpen en el campo para disfrutarlo. Es fundamental que el ciudadano adquiera conciencia del desastre que supone para España perder cada año decenas o cientos de miles de hectáreas de bosque que degeneran en desierto. Es el caso, especialmente, de la Comunidad Valenciana, donde, de seguir el actual ritmo incendiario, las áreas desertizadas superarán pronto el 40% de su territorio. Pero al mismo tiempo, y de inmediato, habrá que aumentar la escalada de la represión contra los culpables. El incendiario es un enemigo público. Unos, quizá por trastornos psíquicos; otros, por intereses económicos, y otros, por una negligencia que, hoy, aquí, es criminal.,

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