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La tercera desamortización

Aunque voy a hablarles de la privatización de las empresas públicas y de la feamente llamada "desregulación" de la economía, tengo que empezar comparando los votantes en una democracia con las hinchadas de fútbol, con perdón.

Los votantes en un sistema democrático reaccionan racionalmente, es decir se comportan normalmente como los hinchas de fútbol, que tienen una familia y un trabajo, no pueden dedicar su tiempo a acumular los conocimientos de un presidente o un entrenador de club. Tienen los aficionados que buscar una forma de condensar el tiempo que dedican al fútbol. Por ello se mueven por eslóganes, se emocionan con el color de unas camisetas, insultan al árbitro por un sí es no es, y son muy sensibles a cualquier infracción del reglamento, que es la garantía de la libre competencia y de la posibilidad de que el club de sus amores gane el campeonato.

En política pasa lo mismo, sólo que, como la política es tan aburrida y cada votante por sí sólo influye tan poco, no hay quien cobre una peseta por la entrada en los mítines como se cobra la. de un Madrid-Barcelona; Francisco Franco y Alfonso Guerra incluso regalaban el viaje en autobús y el bocadillo.

Por eso, las cuestiones técnicas del bien hacer en economía se convierten en balones de fútbol de los partidos... políticos. Los argumentos en favor de la privatización de las empresas públicas y organismos autónomos, no sólo de las estatales, sino de la muchedumbre de las autonómicas y municipales son irrebatibles, teóricamente y por las lecciones de la experiencia. Y las propuestas de que el Estado y. otras autoridades permitan a los privados competir lo más libremente; y de que esas autoridades se concentren en su arbitraje en vez de convertirse en otro jugador más, se imponen cada vez con más claridad. Lean si no el luminoso libro de Gaspar Ariño Economía y Estado, crisis y reforma del sector público (Marcial Pons, 1993). Pero por desgracia la aplicación de estas ideas liberalizadoras choca con los eslóganes de la política.

Cada vez que propongo que se privatice la empresa municipal de transportes, o que se cobre a los automóviles la entrada en las ciudades, o que se entregue a los cotizantes la propiedad de los fondos de pensiones de la Seguridad Social, alguien grita: "¡neo-liberal! ithatcheriano! ¡chicagón!".

Replico que hay que estudiar cuidadosamente las claúsulas transitorias, garantizar los derechos adquiridos, definir las reglas de juego y la vigilancia pública. Nada importa. Me ponen una etiqueta y cierran los oídos.

Uno de mis proveedores de ideas, mi prudente amigo Eduardo Serra, me sugirió que busquemos un nombre y un precedente histórico para caracterizar la devolución de los activos y las actividades de las manos muertas colectivas a la iniciativa individual: la desamortización. Luminosa idea.

En 1835, el, banquero liberal Juan Álvarez Mendizábal, con el ejército carlista en el Buen Retiro, decidió reforzar el valor de la deuda pública que necesitaba emitir para sufragar la guerra, permitiendo que los títulos del Estado pudiesen aplicarse en pago parcial de las propiedades de una gran mano muerta, la Iglesia española. En 1855, el gran geógrafo Pascual Madoz, también desde el gobierno, amplió la desamortización a los propios de los Ayuntamientos. Las angustias de la Hacienda les llevaron a ambos a echar algunos borrones en esa benemérita labor de liberalización. Pero esta vez no hay peligro de malbaratar el patrimonio artístico de la Iglesia o debilitar los Ayuntamientos. Basta con que no pongamos al mando de la desamortización al expolicía Roldán o al ex-ugetero Sotos.

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