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El carterista, la Virgen y el anciano

Un domingo reciente por la mañana me despertó el ruido de un helicóptero que sobrevolaba mi casa y todo el centro de Madrid durante un par de horas, no sé con qué fin. Me mosqueé un poco, pero no fue nada en comparación con ese sobresalto que experimenté al despertar con el sonido de lo que parecen ser tiros de artillería pesada. ¿Ha comenzado la revolución?, se pregunta uno entre el temor y la alegría. Pues no, no es la revolución: tan sólo unos militares en la cercana Casa de Campo disparando sus Juguetes bélicos en honor, de su patrona, santa Bárbara Virgen y mártir, costumbre curiosa teniendo en cuenta que una Virgen representa paz, mansedumbre y amor.Hablando de vírgenes, un joven amigo nuestro residente en El Escorial, al que llamaremos Antonio, cree que puede explicar la aparición de aquella Virgen que, desde hace tiempo, tiene revolucionada a la comarca. Antonio cuenta que durante una temporada salía de juerga con unos amigos algunas noches de verano. Iban a un prado donde ingerían sustancias alucinógenas y comunicaban con la naturaleza. "Algunas veces trepaba por los árboles, saludaba el nuevo día con los brazos extendidos y decía cuatro tonterías rituales", cuenta Antonio. Poco después, una buena señora, metida en su propio trance, afirmó haber visto a la Virgen en el mismo lugar.

Hablando de vírgenes y costumbres curiosas, hace unos años este corresponsal paseaba por delante de un ambulatorio o casa de socorro que hay en la calle del Marqués de Cubas y se dio cuenta de que estaba cerrado. "Extraño", dijo para su capote el intrépido reportero, siempre sobre la pista de la noticia, "suele estar abierto a cualquier hora". Al acercarse a la puerta, un cartelito lo explicó todo: "Cerrado por ser la fiesta de nuestra patrona, la Virgen del Perpetuo Socorro".

Hablando de perpetuo socorro, eso es lo que necesitan los madrileños ante los carteristas que han invadido el metro, aunque, a decir verdad, muchos de ellos no parecen muy profesionales. Para el escritor norteamericano Hemingway, que ambienta varios cuentos en nuestra ciudad, los carteristas madrileños de su día no sólo eran profesionales sino honrados. ¿Una observación ingenua, o por lo menos impropia de los tiempos que corren? Puede que no, a juzgar por la siguiente historia:

Hace poco el padre de un amigo nuestro, un anciano norteamericano de visita en España, asistió solo a una corrida de toros en El Escorial. Al acercarse a su asiento se dio cuenta de que, mientras estaba apretado entre la muchedumbre, alguien le había quitado la cartera. Se enfadó, no tanto por el poco dinero como por la pérdida de tarjetas de crédito, carné de conducir, etcétera, y por el hecho de que, ahora, sin una peseta, tendría que subir a pie una cuesta muy pronunciada hasta llegar a casa de su hijo. Aun así, resolvió disfrutar de la corrida. Durante la lidia del cuarto toro, cuando todo el mundo jaleaba al valiente diestro, nuestro anciano vio cómo, desde atrás, una mano metía un objeto en sus narices que parecía ser... ¡su cartera! Desconcertado, la cogió, pero antes de poder averiguar quién se la había proporcionado, la mano y el ladrón compasivo desaparecieron. Salvo el dinero, no faltaba nada, y el anciano estaba tan contento que sacó su pañuelo para pedir las dos orejas para el matador. Los trofeos fueron concedidos.

Hablando de ancianos y carteristas madrileños, nos pareció divertida la historia que nos contó un inglés jubilado, Walter, residente en España durante parte del año. Resulta que el otro día estaba delante de un quiosco de prensa hojeando un grueso anuario cuando sintió que alguien le pisaba el pie izquierdo. Nada más mirar en esa dirección, sintió que una mano entraba en su bolsillo derecho. Sin pensarlo -"en toda mi larga vida jamás he pegado a nadie", afirmó Walter-tiró el libro y dio un golpe que dejó en el suelo al sujeto de su derecha. Luego miró hacia la izquierda, de nuevo dispuesto a emular a un campeón del cuadrilátero, pero el cómplice ya se había fugado. Volvió a mirar al primero, pero éste se había levantado y también había puesto pies en polvorosa. Walter confesó que probablemente el más sorprendido de todos fue él mismo.

"Unos días más tarde, tomaba una copa en un bar cuando el dueño me sirvió otra copa, que no había pedido", prosiguió Walter. "Cuando le pregunté por qué, explicó que era una invitación de unos amigos mios, y señaló a dos hombres que estaban al final de la barra". Eran los dos carteristas, que sonreían y levantaban sus copas en señal de admiración. Nuestro anciano hizo lo propio.

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