Esa humana ilusión.
Con su eficaz sentido didáctico, en cierta ocasión explicaba Ortega la comparativamente enorme dificultad para una comprensión cabal de la pintura, porque en ella, frente a lo que ocurría, por ejemplo, en las ciencias exáctas, el signo era evidente mientras el significado resultaba recóndito. No se estaba refiriendo, por cierto, a la pintura de vanguardia, sino exactamente a la de Velázquez y en el momento que trataba de explicarse por qué había sido tan dificil y tardía. su reivindicación en el mundo contemporáneo y por qué era previsible que pronto volviera, si no al olvido, sí al "salón, en el ángulo oscuro", donde reposan inertes los mitos consagrados.En realidad, lo dicho entonces por Ortega a propósito de la pintura se puede aplicar a cualquier manifestación artística o literaria, aunque con la especial dificultad añadida para aquélla de su inmediata accesibilidad; en efecto, basta un simple vistazo no sólo para poder afirmar legítimamente que un cuadro ha sido visto, sino incluso para corroborarlo indubitablemente, añadiéndose que en dicho lienzo había representado un perro o un hombre, como así es. La lectura tiene otras exigencias, como saber leer, y un espacio de concentración temporal tan largo como sea la extensión de lo escrito, mientras que la audición de un concierto también nos roba una porción de nuestro tiempo.
San Gregorio Magno, muy consciente de esta eficaz accesibilidad indiscriminada de las imágenes, las defendió con ardor, calificando la pintura como la "Biblia de los idiotas"; esto es: como la única forma que tenían los analfabetos para leer, o, si se quiere, para acceder a lo universal. En todo caso, salvo nueva utilización interesada del icono, que hoy desde luego prolifera en nuestra así llamada "civilización de la imagen" el arte empieza cuando precisamente deja de ser eficaz, o, lo que es lo mismo, cuando la evidencia del signo se tensiona o trastueca con lo recóndito del significiado que esconde.
Viene esta reflexión a propósito de airadas voces que últimamente denuncian en nuestro país la superchería de ciertas personalidades del arte actual, cuando no de todo el arte contemporáneo de vanguardia. Enfrentado con los usos establecidos, ha sido propio del arte más creador o inventivo generar polémica prácticamente desde sus orígenes históricos, aunque esa polémica tomó una dimensión más formidable en nuestra época, sobre todo por su secularización y su democratización, corolarios ambos de su modernización. Por una parte, al no poder ya existir un código de valores que trascendiera al tiempo, nadie se podía ya arropar en unos criterios preestablecidos ni artísticos, ni, lo que es peor, extra- artísticos, pero, además, habiendo ocupado el espacio de contemplación el público, que es proteico, tampoco resultaba fácil establecer un circunstancial consenso.
Dados estos antecedentes, parece, así pues, que la polémica está naturalmente servida, y tampoco debería causarnos particular extrañeza la perplejidad ofendida de cualquiera ante una obra de arte actual. He de confesar, sin embargo, que me asombran algunas de las razones recientemente esgrimidas al respecto, y me asombran, sobre todo, en nuestro país, donde ya fueron esgrimidas contra cualquier atisbo de originalidad creadora prácticamente desde el comienzo de este siglo ahora declinante. Es verdad que en los sucesivos antes, el objeto de la desenmascaración airada y el denuesto eran Picasso, Miró, Julio González, Tápies o Saura, pero la forma de ponerlos en cuestión no ha variado, ni en el fondo ni en la forma, fundamentalmente porque nunca se ha discutido o se discute realmente sobre la inanidad o la cortedad de lo que específicamente estos autores pretendieron comunicar, sino la naturaleza esencialmente indescifrable del arte que practican en sí.
Se ha escrito, por ejemplo, que si el público dejara de avalar al artista, lo que éste hace dejaría de tener sentido, algo en lo que estoy tan completamente de acuerdo que no tengo nada más que recordar que los turcos convirtieron el Partenón en un depósito de munición o que el cultísimo Carlos V asentó un palacio en medio de la Alhambra de Granada. ¿Y qué harían, sin ir más lejos, en cualquier reserva de bosquimanos con el lienzo de Las meninas si se nos ocurriese hacérselo llegar sin un manual de instrucciones o incluso con él? Ciertamentg, sin la aprobación del público no hay obra de arte, ni la Gioconda ni el urinario de Duchamp.
También se ha escrito que el fin del arte contemporáneo no es crear belleza, sino libertad, y ahí no puedo evitar exclamar: ¡Toma, claro! Y si no, ¡que se lo pregunten a Goya! Fue Lessing, al comienzo de su capítulo III de su obra Laocconte (1755), el que señaló que "en los últimos tiempos el arte ha adquirido dominios incomparablemente más vastos", aclarando a continuación que su objeto ya no podía ser la belleza, una pequeña parte de la naturaleza, sino "la verdad" y la "expresión" -¿la libertad?-, concluyendo literalmente que "la verdad y la expresión transforman la fealdad natural en belleza artística".
¿Vale entonces todo? Pues sí; pero no así como así. Sin aprecio de la calidad, se puede juzgar, pero sin tino- Cuando se apela en nuestro mundo a la variedad y lo variable de los gustos, se dice también algo obvio, pero olvidándose fácilmente que esa versatilidad del juicio subjetivo califica simultáneamente a la obra juzgada y al emisor del juicio. Es el juicio de cualquiera el que nos permite saber si el tal tiene buen, regular o mal gusto, o, simplemente, si sabe o no sabe de qué está hablando. Y es que el gusto se forma y también se deforma; está bien o mal informado; es sublime o rastrero; convencional o exigente.
De esta manera, cuando oigo o leo pronunciarse con ale gría sobre cualquier manifestación artística y compruebo que el circunstancial orate ni siquiera ha tenido en cuenta esa ardua, pero finalmente decisiva, distancia que separa la evidencia del signo de lo recóndito de su significado, como el que quiere tramposamente llegar a la meta por un falso atajo, simplemente siento la compasión que produce el que, habiendo podido positivamente gozar y conocer, renuncia a ello; una renuncia tan grave que, quizá se cretamente intranquilo -por lo que se pierde, no me extraña que quiera también hurtárselo a los demás. Y es que a nadie que realmente le interesa el arte le preocupa que le tomen el pelo. ¿Beuys? ¿Warhol? ¿Tápies? ¿Impostores que nos engañan? Estas cosas le preocupan a los fiscales de la opinión pública, pero no a los amantes del arte, esa humana ilusión que refleja la vida y ayuda a vivir.
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