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Tribuna
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Voluntad de permanencia

Los políticos no son gente estúpida o, al menos, no lo son en mayor grado que el resto de los ciudadanos. Generalmente, además, piensan lo que hacen y hacen lo que creen más conveniente para los intereses que representan. De ahí que la firmeza mostrada por dos de los más destacados políticos de los últimos años para mantenerse en sus puestos, a pesar del evidente deterioro que esa voluntad de permanencia está produciendo en su partido y en la acción de gobierno, debe de tener alguna explicación que vaya algo más allá de la estupidez o la ceguera que a veces se esgrimen como razón suprema de su comportamiento.Esos dos políticos son, claro está, Alfonso Guerra y Felipe González, artífices de uno de los mecanismos partidarios más eficaces en nuestra reciente historia y, a poco que las cosas sigan como van, responsables máximos de su destrucción. Crearon casi de la nada un partido y, contra todas las previsiones, lograron reducir a la unidad el mosaico que había sido su origen. Cabalgaron luego hacia el Gobierno y adaptaron la fórmula mágica del binomio a un reparto de papeles por el que uno se atribuía la definición de las estrategias políticas y el otro quedaba al cuidado del patio interior. No permitieron que en sus alrededores creciera planta alguna que pudiera proyectar una sombra sobre su hegemonía así establecida. A ellos, más que a ningún otro, pudo atribuirse durante años aquella visión que un célebre torero tenía de su posición en el gremio: primero, ellos dos; después, naide y luego, todos los demás.No hacían falta especiales dotes de observación para percibir que el futuro de un partido crecido sobre esa base dependía hasta el extremo de la suerte de su pareja dirigente, del mismo modo que la eficacia de un imperio depende del déspota que se sienta en la cumbre. Las cosas se empezaron a torcer cuando uno de sus miembros, el que estaba al cuidado del patio interior, quedó herido de muerte por escándalos que afectaban a su doble familia de sangre y de partido y, en lugar de retirarse a un segundo plano, demostró una extraordinaria capacidad para sobrevivir en la agonía a la vista del público. El partido carecía de fuerza propia para sacudirse de encima al maltrecho héroe, y el otro elemento del binomio, como si lo llevara atado a su vientre por el cordón umbilical de la financiación irregular, no pudo prescindir de él.

Y así, cuando nuevos escándalos, relacionados esta vez no con el partido sino con el Gobierno, afectaron á miembro hasta entonces sano, la fórmula de dirección inventada en 1974, reforzada en 1979, glorificada en 1982, comenzó a mostrar toda su maligna capacidad de autodestrucción. Decidieron, sin embargo, resistir y así siguen no porque sean estúpidos o ciegos sino porque aquel mecanismo en el que asentaron su triunfo estaba ideado precisamente para impedir su relevo: no hay nadie con fuerza propia dentro del PSOE para proyectarse más allá de las fronteras de su federación regional; no hay en el socialismo ninguna personalidad política capaz de aglutinar suficientes apoyos para discutir desde dentro el poder del hoy escindido binomío dirigente. Binomio o caos era la forma de definir una situación de bloqueo antes de que la común voluntad de permanencia la haya convertido en binomio y caos.

Para salir de él -del binomio y del caos- lo más sensato sería que Guerra y González pactaran un proceso de transición que permitiera a una nueva generación, limpia de polvo y paja, acceder a la dirección del partido. Pedir la luna, desde luego, porque la relación establecida entre ambos políticos es tan perversa que hace buena la vieja predicción de González: serán dos por el precio de uno; lo que es decir, cuando uno caiga, el otro le seguirá en la caída. Lo único nuevo es que esa caída se anuncia como un alud que se llevará por delante todo lo que encuentre a su paso, incluso aquel partido que un día se presentó como sujeto de la modernización de España.

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