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Por Bakero

Levanta poco más de 1,70, pero nadie le ha oído quejarse de su estatura. Es fornido, roqueño, pelilargo y mira de frente. Nadie le ha oído dedicarse un elogio. Nació en Boizueta, en la frontera entre Navarra y Guipúzcoa, y su familia emigró a Añorga, el pueblo de Silvestre Igoa y Cementos Rezola. A los 13 años con madre y 10 hermanos perdió a su padre. Tampoco se sabe que haya protestado de su incierto destino. A los 14 tuvo que decidir entre la pelota y el fútbol. Decidió el balón.

La Real le ofrecía su viejo campo y un trato exquisito. Juveniles, Sanse y al fondo el primer equipo. Con 17 años y una altura que no era posible modificar consiguió unos músculos cada vez más rotundos y entrenados para el. esfuerzo al que le obligaba la cambiante realidad. A los 18, una lesión que a cualquier quejica le hubiera mandado a casa, y que él convirtió, tras, un largo proceso, en un renovado equilibrio físico. Aunque ya entonces seguramente sabía lo que significaba el gol del cojo, quiso no ser cojo. Más tarde, la gloria futbolística. Nunca dicha, recóndita, la que se lleva sin que nadie lo note, sentida sin el más leve parpadeo.

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Hace poco, en una reunión de aficionados, alguien preguntó qué jugador de fútbol ha sido el más grande a lo largo de los últimos 10 o 12 años de la Liga española. Tras la pregunta, ni una décima de segundo de silencio, un tipo contestó con toda normalidad: Jose Mari Bakero. A partir de ese momento la discusión se anunció interminable.

El osado sintió el hielo de la soledad. Sin embargo, se empeñó en argumentar su decisión como si tratara de explicar el sentido del delicado voto que, de vez en cuando, hay que depositar en las urnas. Dijo algo así: "En un campo de 103x72, quien no ocupe el centro está perdido. En un campo de tales dimensiones quien no entienda tanto lo que queda a su espalda como lo que tiene enfrente, no tiene nada que hacer. Si en un territorio plagado de trampas colocadas por el adversario el que ocupa el lugar donde confluyen todas las corrientes no sabe distribuir el juego es mejor que tome el camino de casa".

Y después, el que hablaba, recordó que en un partido en Atotxa -según dijo se lo había oído contar al protagonista-, Eduardo Chillida, un atardecer, con el sol filtrado entre los árboles del paseo del Duque de Mandas, esperaba el saque de un córner. El extremo del Bilbao largó el centro. El resplandor cegó a Chillida. Sin embargo, el portero saltó, alargó los brazos y sin saber dónde estaba el balón se encontró con él entre sus poderosas manos. No cabe duda de que tuvo conciencia, en ese preciso instante, del espacio en el que se movía. Fueron sus piernas, sus brazos, sus manos las que supieron, a ciegas, donde estaba la realidad. Así Bakero.

Y, para que todo se comprendiera, el que había osado construyó su último argumento y dijo: "Era una muralla de bárbaros llegados de más allá de la frontera, parecidos a los que Cavafis esperó a lo largo de su vida, y formaron una barrera sin fisuras. Bakero entregó el balón a un compañero y llevado por el instinto y la sabiduría se desplazó levísimamente desde el centro hacia la izquierda sin que nadie apreciara su movimiento. No dejaba de medir 1,70 y no estaba dispuesto a llamar la atención. El balón cayó desde las alturas y él saltó más alto que ningún rubio de ojos azules y medidas incalculables, arrebató el balón al aire y lo lanzó de cabeza y como una flecha a la escuadra de la portería adversaria". Cualquiera que guarde memoria de las cosas del fútbol y de otras convendrá en que el instante del milagro se había producido. Como Chillida, José Mari Bakero convirtió el espacio en realidad tangible.

Después, los aficionados hablaron de Clemente. El osado apenas dijo: "ése es alguien que confunde las ganas de ganar con la seca y serena voluntad de hacer bien las cosas".

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