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PSOE y PP: un acuerdo indispensable

Cuesta algún trabajo entender las razones por las que el presidente del Gobierno y el PSOE se han mostrado tan poco interesados en el entendimiento con el Partido Popular. Salvo que no se haya considerado suficientemente en estos últimos años la necesidad y la inevitabilidad de la alternancia, un supuesto casi ofensivo para la dirección socialista, hace tiempo que se hubieran debido producir determinados acuerdos entre el centro-Izquierda y el centro-derecha españoles; y no para la formación de más o menos fantasiosos Gobiernos de gran coalición, sino para objetivo tan elemental como es la definición de las grandes líneas a seguir respecto a las cuestiones decisivas de nuestra vida política.La crisis económica, la integración europea y la cuestión autonómica, seguidas a considerable distancia por la necesidad de acuerdo cara al buen funcionamiento de algunas instituciones del Estado, son materias que exigen una sintonía básica entre los dos grandes partidos estatales. Si esa sintonía es extensible a Izquierda Unida y a los partidos nacionalistas, mejor que mejor. Pero pensar que esas cuestiones permiten la desconexión mantenida entre los principales actores políticos remite a un panorama público que parecería haber quedado secuestrado por el dominio de aficionados. O lo que sería todavía peor: por el dominio de aficionados convencidos de su profesionalidad por haber creído que, en política, esta condición se adquiere mediante la dedicación exclusiva a la consecución y al mantenimiento del poder.

Sin menoscabo de las eventuales responsabilidades de la dirección del Partido Popular, es posible que el grueso de la explicación del bloqueo en las relaciones entre los dos grandes partidos sea atribuible al actual caucus socialista. Desde esta instancia se ha tendido a pensar que el pacto autonómico podía ser reducido a un pacto de Gobierno con los partidos nacionalistas; una decisión paralela a la de contemplar la ansiada salida de la crisis económica o la política de integración europea y sus decisivas consecuencias en nuestra vida económica como eventuales triunfos de partido. En comparación al riesgo de estas decisiones, hasta la misma corrupción pierde importancia. Porque mientras los escándalos generados por ésta minan solamente la posición del partido socialista, una visión estrecha del problema nacional, de la situación económica y de la integración europea puede afectar a las mismas bases políticas y sociales del sistema.

Quizá sea en el terreno de la política autonómica donde se hace hoy más evidente el coste de esta falta de acuerdo. No es fácil prever el tiempo de vida para su Gobierno que puede sacar Felipe González de su trabajoso entendimiento con los nacionalistas catalanes y vascos. Pero es fácil deducir tres consecuencias claramente disfuncionales de esta estrategia para el tratamiento de una gran cuestión de Estado.

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1. Directa amenaza a dos pilares del pluralismo catalán y vasco como son el PSC y el PSE; que esa amenaza sea compatible con la aparente satisfacción de los dirigentes de ambos partidos no hace sino aportar algunos elementos de surrealismo a la situación.

2. Cambio de una política orientada al cierre del proceso autonómico por un debate cuasi constituyente ininterrumpido con el que siempre han soñado las posiciones más radicales de nuestros nacionalismos periféricos.

3. Progresivo desdibujamiento en algunos ambientes de un Estado central cuya existencia ya no se sabe si es el tributo pagado al peso de la historia o el peaje abonado a una conciencia nacional española, al parecer tan trasnochada como el Estado al que sirve de soporte.

Es probable que en materia económica y europea la falta de sintonía entre los dos grandes partidos haya sido menos acusada. Pero parece razonable pensar que una voluntad todavía más concertada del PSOE y el PP facilitaría la utilización eficaz de los márgenes que la situación internacional nos deja en este campo. A los legos en la materia, cada vez nos resulta más difícil entender el terreno de maniobra de la política económica ante el juego del mercado internacional. Pero ni ignorancia ni escepticismo nos pueden hacer perder de vista que en Europa se adoptan todos los días decisiones que afectan directamente a nuestro futuro industrial, a la viabilidad de nuestra agricultura y, en definitiva, al lugar que habrá de corresponder a la economía española en la nueva división del trabajo propiciada por la Unión Europea. Cuesta trabajo imaginar asunto para cuya negociación resulte más conveniente la presentación de criterios meditados y aspirantes a la condición de auténticamente nacionales.

A estas razones en favor del acuerdo se une, desde las elecciones al Parlamento Europeo, la necesidad de organizar la alternancia. La resistencia numantina a la aceptación de las consecuencias políticas de esas elecciones no puede argumentarse sobre la base del carácter europeo de la consulta. Lo que exige una eventual responsabilidad política es la situación inmediatamente anterior a las elecciones y, en particular, el increíble asunto Roldán. Los datos del pasado 12 de junio no tienen al respecto otro significado que ser manifestación objetiva de un estado de opinión que por sí mismo hacía razonable aquella responsabilidad.

Si se acepta la existencia de un cambio en la orientación política de los españoles, resulta prudente ir pensando con el Partido Popular la fecha conveniente, no necesariamente inmediata, para la celebración de nuevas elecciones legislativas. Y mientras se celebran, deberían establecerse las líneas de entendimiento entre socialistas y populares cara a las tres cuestiones antes señaladas, que, por su misma naturaleza, no admiten aplazamientos.

Un país como España, de orientación política marcadamente centrípeta en estas últimas décadas, no ofrece particulares dificultades cara a esta empresa. El fracaso de nuestras élites políticas en el primer tercio del siglo XX para alcanzar un compromiso básico entre los españoles tuvo un atenuante, que no una disculpa, en datos que emanaban de las entrañas mismas de una nación dividida. No es, ni de lejos, para fortuna de todos, el supuesto actual.

Uno de los grandes activos del Gobierno liberal-democrático es saber acotar el terreno para la disputa y para el acuerdo, facilitando el camino para una alternancia que dé sentido a una indispensable circulación del personal político en la administración del poder. Sería el colmo de las desventuras que la izquierda española, que ya se equivocó trágicamente en este asunto en los años treinta, protagonizara ahora un nuevo error al respecto. Entre otras razones, porque en la década de los noventa, y a diferencia de los treinta, la resistencia al acuerdo básico y a una alternancia tranquila a corto o medio plazo habría que interpretarla como el prosaico resultado, carente en absoluto de la aureola trágica de antaño, del apego al poder y a un determinado modo de ejercerlo por parte de quienes hoy dirigen la opción de centro-izquierda española.

es catedrático de Teoría del Estado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).

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