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Ocaso del mirón

Uno de los entretenimientos más populares y económicos que ofrecían las calles y plazas de la capital a ociosos y paseantes hasta hace unos años era la contemplación sosegada de las obras públicas. Mirar cómo trabajaban los otros era una diversión cotidiana y generalizada, un hábito tan extendido que algunas empresas constructoras llegaron a disponer en sus vallas de circunvalación unas mirillas estratégicamente situadas a la altura media de los ojos de los transeúntes. En algunas obras importantes, en plazas de mucho tránsito, llegaban a formarse colas ante las improvisadas ventanillas, y los mirones se pedían educadamente la vez para gozar del privilegio de ver cómo se partían el lomo los obreros, comentando las incidencias del tajo como si de una competición deportiva se tratase.Aunque no cabe duda que las mirillas incrementaban el morbo del espectáculo y excitaban la libido de los voyeurs urbanos, su instalación tenía también sus detractores; las ventanillas individuales, decían éstos, impedían que sus usuarios compartiesen experiencias y comentaran en voz alta las incidencias de las diferentes jugadas. En las obras abiertas, sin muros y sin agujeros, los espectadores solían formar espontáneas tertulias, dirigidas por auténticos especialistas que llamaban la atención del corro sobre el estilo, la técnica y la capacidad de esfuerzo de algunos profesionales del pico y de la pala. De vez en cuando, si el lance merecía la pena, era normal que brotasen de las improvisadas gradas aplausos y gritos de ánimo que se tornaban a menudo en abucheos y comentarios despectivos si el ritmo de trabajo o la técnica empleada no eran del agrado de los especialistas, entre los que ejercían como maestros capataces retirados y obreros jubilados cuyas opiniones eran escuchadas con respeto por los aficionados.

El incremento vertiginoso en las cifras del desempleo y la proliferación abrumadora de obras urbanas en las calles de Madrid ofrecen en estos momentos unas condiciones ideales para la práctica de este hobby tradicional tan enraizado en la vida ciudadana. Sin embargo, y pese a la multiplicidad de escenarios y a las nuevas y sofisticadas maquinarias de construcción, el espectáculo ha decaído mucho y se encuentra al borde de la extinción por falta de público. Un espectador retirado, un auténtico experto que hace unos años alardeaba de conocer mejor que muchos profesionales las diferentes fases y técnicas de cualquier construcción o excavación, achaca este desinterés precisamente a la brutal irrupción de la tecnología que ha sustituido a los clásicos procedimientos artesanales, deshumanizando el espectáculo. No es lo mismo la frialdad impersonal de las enormes máquinas que el esfuerzo humano y la técnica individual que antes dominaban el terreno de juego. No se puede aplaudir a una máquina por muy bien que realice su tarea, sabiendo además que el operario que la maneja, aislado en su cabina, no puede sentir el calor de las ovaciones ni el acicate de los gritos de ánimo de sus incondicionales. En los buenos tiempos, los obreros bien educados solían responder a los homenajes de su público fiel parando momentáneamente en su labor para agradecer las ovaciones quitándose la boina o el pañuelo de cuatro nudos con el que recogían el sudor de sus frentes antes de que se impusieran los vistosos cascos de plástico.

Aunque no es lo mismo, nuestro experto sigue practicando de vez en cuando su vicio solitario de forma disimulada en algunos de los múltiples cráteres que las brigadas mecanizadas abren en todos los rincones de la capital, excavando túneles o aparcamientos. Aunque las cosas han cambiado mucho, nuestro especialista asegura que aún pueden verse casos aislados de virtuosismo laboral y es un firme partidario de la incorporación de jugadores extranjeros, inmigrantes magrebíes o centroafricanos, de esos que, según nuestro alcalde, nadie ha llamado a Madrid y que suelen ocuparse de los trabajos más duros y menos especializados en las obras ciudadanas, sudando la camiseta o el mono, al viejo estilo, entregándose en el campo, a cambio de un salario de esclavos, antes de regresar a sus inestables chamizos, esos mismos chamizos en cuya destrucción quizá hayan de colaborar un día aciago encuadrados como peones sin cualificar en las brigadas de demolición.

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