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Tribuna
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El segundo mensaje

Poco después de abrirse las urnas la noche del 6-J, Felipe González se dirigió a sus nueve millones de votantes para comunicarles que había entendido su mensaje; los resultados de las elecciones europeas y andaluzas de ayer parecen demostrar, sin embargo, que mucha gente que respaldé hace un año al PSOE se considera hoy decepcionada o incluso engañada. Vistas las cosas en esa perspectiva, cabría concluir que el presidente del Gobierno, o bien no captó las exigencias implicadas en aquellos sufragios, o bien no supo, no pudo o no quiso satisfacerlas a lo largo del último año. El desenganche del PSOE de tres largos millones de votantes, desencantados por el incumplimiento del programa de impulso democrático, prometido hace 12 meses por Felipe González, ha beneficiado al PP y a IU o ha nutrido las bolsas de abstención.El duro castigo aplicado a los socialistas por esos antiguos votantes se relaciona probablemente menos con las mutaciones ideológicas y los cambios de lealtades partidistas que con un cierto temor moral a que su respaldo incondicional al PSOE pudiera ser interpretado por sus dirigentes como la convalidación de una laxa actitud hacia la corrupción que ha facilitado la degeneración de nuestra vida pública (desde el caso Guerra hasta el caso Rubio y el caso Roldán, pasando por el caso Filesa). No faltan los precedentes justificadores de esa desconfianza: la espectacular victoria socialista en las autonómicas andaluzas de 1990 fue utilizada por el entonces vicepresidente del Gobierno como una zambullida en el Jordán que le exoneraba de cualquier responsabilidad política por, las picarescas hazañas de su hermano y ayudante en la Delegación del Gobierno en Andalucía.

Como suele ocurrir con las goleadas futbolísticas, los comentarios que subrayan los errores de los derrotados corren el peligro de rebajar indebidamente los aciertos de los triunfadores. Ayer se ha roto un importante tabú: aunque los comicios europeos y legislativos cubran ámbitos de naturaleza distinta, el PP ha ganado por vez primera unas elecciones a escala nacional; los buenos resultados obtenidos por los populares en Andalucía hacen todavía más notable su éxito de ayer. A partir del 124, las posibilidades de José María Aznar de ser presidente del Gobierno a corto o medio plazo han dejado de ser una idea abstracta o un programa voluntarista para convertirse en una perspectiva razonable y concreta. La salud de los sistemas democráticos depende en gran medida de la existencia de una alternativa capaz de ganar unas elecciones; buena parte de los excesos y de los errores cometidos por los socialistas durante sus tres primeras legislaturas -especialmente su suicida permisividad hacia la corrupción y los abusos- pueden ser atribuidos a esa patológica situación del bipartidismo imperfecto que eterniza en el poder a una formación política y condena a sus adversarios a una oposición sin remedio.

Si el ascenso de IU en esta jornada electoral -producido tanto a escala nacional como en la comunidad andaluza llegara a consolidarse en las siguientes- convocatorias, y si los socialistas también cristalizaran a la baja en el futuro sus resultados de ayer, los equilibrios políticos dentro de la izquierda se alterarían sustancialmente; entonces llegaría a su fin el proyecto hegemónico que permitió al PSOE durante más de diez años disponer de la mayoría absoluta en las Cortes Generales y ocupar el Gobierno central en solitario. Esa nueva situación obligaría seguramente a replantear todas las estrategias de alianzas y de enfrentamientos que han venido sirviendo de pauta a nuestra vida pública, especialmente la gravitación de la política electoral hacia el centro y la moderación. Solamente si Felipe González conservara no sólo el oído suficiente para escuchar y entender el segundo mensaje del electorado, sino también la voluntad y la capacidad para darle respuesta, le sería posible navegar aguas arriba de una corriente hoy impetuosa.

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