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Reportaje:

.28190 Fin del Mundo (Madrid)

Un asno cargado con el correo trazó la senda que recorren los viajeros

En el invierno de 1971, seis décadas después de que Peary y Cook se plantaran en el Polo Norte y de que Amundsen hiciera lo propio en el Polo Sur, ningún ser humano pudo arribar durante tres meses a Puebla de la Mujer ,Muerta -luego de la Sierra por culpa de la mucha nieve. El fin del mundo, pues, no queda en la otra esquina del planeta, sino a hora y media de la céntrica y castiza Puerta del Sol.La capital del fin del mundo es una aldea de 60 almas, casi todas jubiladas, asentada en un valle que parece sacado de Horizontes lejanos, y cuyo tesoro número uno -aparte del aislamiento, que no tiene precio- es la tosca arquitectura de sus viviendas, con muros de lajas de pizarra, pajar en lo alto y cubierta de teja.

Antes de la construcción de la carretera que lo une con el Atazar, para conquistar este reino del macizo de Ayllón no había más remedio que sortear el alto de Coto Montejo (1.650 metros) caminando desde Prádena del Rincón. Automovilistas con agallas hay que se empeñan en cubrir ese mismo trayecto hoy en día, emulando a Carlos Sainz por una pista de más de 18 kilómetros cuyo asfalto han devorado los meteoros. Pero mucho más auténtico, ya puestos, es el camino que seguía el cartero a lomos de su borriquito para llevar a Puebla noticias del más allá antes de que la Telefónica derogara la épica postal. La senda del correo, que así se llama, fue labrada hasta hace cuatro años por el trasiego del animal (del cuadrúpedo, entiéndase), y de no ser por los excursionistas que ahora la frecuentan, los brezos y brecinas -abundantísimos en estos suelos ácidos y húmedos del vallele habrían dado, en cuestión de meses, verde sepultura.

Quienes deseen contribuir al mantenimiento de la trocha habrán de llegarse hasta el kilómetro 6 de la pista Prádena-Puebla y, una vez allí, abandonarla para ganar altura en dirección sur -y más adelante, este- a través de brezos y cantuesos. Sobre el mapa, la senda se halla representada por una línea negra de trazos discontinuos que corta en diversas ocasiones el camino.

En el alto de Coto Montejo, además de una cabaña para resguardo de quien lo precise -tocar madera-, hay un calvero que ni pintado para tumbarse a la bartola sobre la hierba y echarle un largo vistazo al valle y a los tejados de Puebla, aún una promesa en lontananza. No hace falta ser un avezado botánico para advertir que la masa de pino albar, es fruto de la repoblación. Sí se precisan ciertas nociones, en cambio, para darse cuenta de que en la ladera de umbría los melojos silvestres libran contra aquéllos una batalla de acciones milimétricas, incesantes, sin verter otra sangre que la savia primaveral.

El sendero, que prosigue al pie de una cercana escombrera, se toma más nítido en lo sucesivo. El arroyo de la Puebla seduce a los caminantes con requiebros guadianescos, sin dejarse ver, aunque sus susurros y su corte de chopos, alisos y sauces delatan a cada instante su presencia. Y así es como se accede al fin del mundo.

. Huertos en los que florece el cerezo, casas a prueba de mil eneros, callejas de medio metro de anchura y un bar -Casa Paco- en el que tal vez rememore sus idas y venidas Anastasio Martín, -el que fuera cartero montado de Puebla de la Sierra... No es demasiado lo que ofrece este lugar. ¿Pero acaso se necesita algo más para desconectar?

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Una casa en la 'sierra pobre' para gozar del aislamiento

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