Espíritu olímpico
El compulsivo apostador de La célebre rana saltadora de Tennessee no hubiese vacilado enjugarse todo su patrimonio a favor de que el barón de Coubertin fue él inventor de la estomagante consigna moralizadora según la cual lo portante no es ganar, sino participar; sin embargo, el Smiley de Mark Twain habría perdido hasta el colchón por atribuir al aristócrata francés tan imperecedera contribución verbal a la historia universal de la ingenuidad o del fingimiento. Según explica Julián García Candau en su libro inédito sobre Los grandes mitos del deporte, ese cántico al esfuerzo sin recompensa fue entonado por primera vez en los Juegos de 1908 por el arzobispo de Pensilvania, quizá como variante de la parábola neotestamentaria que promete a los últimos clasificados en las pruebas terrenales un puesto de honor en el banquete celestial.Los maratones municipales y espesos constituyen el mejor ejemplo -y tal vez el único- de espíritu olímpico, inspirador casual de aquel apasionado aficionado al póquer cuya mayor dicha en la vida era jugar y perder sólo porque ignoraba que también se podía jugar y ganar. Sin embargo, cualquiera que haya concurrido a competiciones de todo tipo encontrará esa angélica disposición del ánimo poco acorde con los hechos. La mayoría de la gente aspira a romper la cinta de meta, convencida de que ocupar el segundo lugar en un certamen no es sino una de las infinitas formas de no ser el primero; y muchos contrincantes utilizan ardides, marrullerías y estratagemas más deudores de los brutales métodos de la selección natural observados por Darwin que de la dulzura evangélica recomendada por el prelado norteamericano. Así, las actuales elecciones al Parlamento Europeo están ofreciendo un completo muestrario de codazos, zancadillas y empujones en su recta final; algunos candidatos parecen dispuestos incluso a emular al perverso Pablo Hernández Coronado, cuyo máximo disfrute era ver ganar al Real Madrid en. el último minuto gracias a un penalti injusto.
La inoperancia del espíritu olímpico sobre los participantes refuerza la necesidad de que las reglas de juego de cualquier competición estén claramente formuladas, obliguen por su universalidad a todos los contrincantes y sean aplicadas por árbitros neutrales con capacidad para sancionar a los infractores. Por desgracia, ni siquiera el cumplimiento de esos requisitos garantiza que los perdedores sepan encajar la derrota; en la mejor tradición de culpabilizar al Gobierno por la lluvia, Ruiz-Mateos afirma que Felipe González es el responsable del descenso a Segunda División del Rayo Vallecano. Las elecciones políticas ofrecen un desolador panorama: las normas son confusas, los partidos respetan o conculcan cínicamente sus contenidos en función de que les favorezcan o les perjudiquen, y la Junta Electoral carece de competencias para aplicarlas.
Sirva de ejemplo la atronadora irrupción de Ricardo García Damborenea en la campaña europea para pedir el voto en favor del PP. Mientras los populares se deshacen en elogios hacia el ex dirigente vizcaíno del PSOE, los socialistas le ponen a caer de un burro; la reacción fue exactamente la inversa cuando Jorge Verstrynge, ex secretario general de AP y antiguo neofaseista, ingresó en el PSOE bajo el padrinazgo de Alfonso Guerra tras denunciar por corrupción a Felipe González en el asunto Flick y calumniar a Maravall en un debate televisivo. Sin duda, existen diferencias entre ambos casos: mientras Verstrynge recuerda a los risibles lechuguinos de las novelas de P. G. Wodehouse, Damborenea parece el tenebroso protagonista de. un cuento gótico de terror. Pero las actitudes del PSOE y del PP ante sus respectivos tránsfugas tienen como elemento común el rechazo a la universalidad de las reglas y la aplicación de la ley del embudo; la prohibición olímpica de tomar anabolizantes, sin embargo, debería vincular tanto a Agamenón como a su porquero.
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