Portugal sin problema
Portugal existe de una manera mucho más rotunda y sin arrugas que España. Probablemente existe tanto porque no es España, especialidad ésta -la de no querer ser España- que cunde mucho en la Península, tan tenebrosa siempre para lo nacional.Y ya va estos días para cinco siglos que esos dos países suscribieron algo tan descarado como un documento por el que se repartían el planeta aún por descubrir o apenas descubierto. Fue tal la facundia de portugueses y españoles que Francisco I de Francia dijo que no tenía conocimiento de que Adán, en su testamento, hubiera previsto dividir el mundo en porciones.
Eran, los vecinos ibéricos, dos grandes potencias en formación a las que el mar distraía de guerras intestinas, sobre todo, después de que Portugal probara en Aljubarrota -concisa trifulca entre unos centenares de campesinos por cada lado de la raya- su decisión, de no ser engullida por Castilla;- y, de haber seguido así las cosas, todo habría podido ser tan natural como la mala relación de vecindad que existe, por ejemplo, entre Francia y España o entre Dinamarca y Suecia. No fue así, sin embargo, porque un par de carambolas dinásticas elevaron a Felipe II al trono de los Braganza en 1580.
Una decisiva etapa de la historia moderna de España comienza 60 años más tarde, en 1640, con una doble revuelta nacional: Portugal y Cataluña proclamaban ese año, con minuciosa coincidencia, su separación de un imperio del que estimaban medrar poco y allegar demasiado.
Desde la unión de las coronas de Castilla y Aragón a mediados del siglo XVI el trono católico no había hecho mas que sumar territorios: Granada, América, nuevas extensiones en Italia, las herencias borgoñonas de los Habsburgo, el pabellón filipino del Pacífico. Y en 1640 el movimiento de repliegue, que ya había comenzado medio siglo antes en los Países Bajos, se contagiaba, para horror de la corona, a la propia península.
¿Era el principio del fin para la monarquía hispánica? Tanto matrimonio de Estado, tanta sangre, tanto evangelio, tanto corretear Europa del holandés al turco, del protestante al musulmán, podía temer entonces, el postrer y decrépito Olivares, que hubiera sido en vano.
El trono no cedió, aunque el repliegue tuviera aun un largo vía crucis que recorrer hasta el desgajamiento del 98. Cataluña fue finalmente reconquistada, pero de Portugal todos comprendieron que era mejor olvidarse. Ello forzaba, sin embargo, a determinados arreglos en el currículo del imaginario nacional para que cada uno de los dos países peninsulares pudiera ignorar al otro en plena libertad.
Así es como, tras la generalización de algún tipo de escolaridad pública, los bachilleres españoles, que recibían un notable acopio memorístico sobre las monarquías francesa y británica, un rociado de Otones y Barbarrojas, Metternichs y zares diversos en buena proporción y hasta algo de Cavour y más de Bismarck, del Portugal moderno apenas sabían que hubo un tal Pombal, aristócrata laborioso, pero aquejado del horrible pecado masónico, a más de enciclopedista y, seguramente, cripto-ateo. De ahí a nuestro colega Oliveira Salazar, del que tampoco se sabía más que lo amigo que era de Franco, nada de nada.
De esa primera enseñanza pública data la frontera probablemente menos porosa del mundo occidental, aquella que no dejaba pasar idea alguna, no permitía ninguna colaboración, que extrañaba cualquier fraternidad. Para que España viviera como Estado unitario era preciso que Portugal dejara de existir hasta en la memoria. El caso portugués podía sugerir incómodas ideas a otros pueblos peninsulares.
El proceso de repliegue, que se había estabilizado a la baja a comienzos del siglo XVIII con el Tratado de Utrecht, y reanudado con las independencias de la futura América Latina, un siglo más tarde, se acercaba peligrosamente al corazón de España con las guerras coloniales de fin del XIX, que causaban la pérdida de lo que los libros de texto de ayer mismo llamaban "los últimos florones del imperio": Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
Filipinas, profundamente indígena, apenas asentado el español, colono e idioma, en el país, era mucho más una ocurrencia exótica que una verdadera colonia de explotación. Lo que importaba eran Cuba y Puerto Rico, sobre todo la gran isla caribeña, donde se había desarrollado una burguesía comercial hispano-cubana, y en la que el pavor a la dominación de la mayoría de color había amortiguado los independentismos de principios del XIX, permitiendo al imperio sobrevivirse a sí mismo. Aún peor, la España finisecular se negaba a reconocer que Cuba fuera una colonia, afirmando que era una provincia más de la metrópoli, su pie americano, allí donde la presión comercial de Estados Unidos no había podido eliminar el lucrativo negocio del azúcar, muy relacionado con la industrialización de Cataluña.
Si caía Cuba, no sólo caían los negocios, sino que, a los ojos de la Corona, comenzaba la desintegración del primer círculo interior de provincias españolas y aquel proceso iniciado con la separación, temporal de Cataluña, y, definitiva, de Portugal, se reanudaba en el centro mismo de las aprensiones castellanas. Era el -último episodio del síndrome portugués-
Portugal, de igual manera, tenía que vivir de espaldas a España, porque sentía el discutible temor de que los ejércitos de Madrid poco menos que acechaban insonmes al otro lado de la frontera, siempre dispuestos a servirse de uno u otro Godoy herido de ambiciones dinásticas, o del menor desfallecimiento lisboeta para convertir todo el país en una prolongación de Olivenza.
¿Quién ha leído en los libros de texto españoles que una parte de la opinión portuguesa nos reclama esa pequeña villa extremeña, con el mismo fervor que aquí algunos reivindican Gibraltar? ¿Cuántos españoles, si se les pide que dibujen de memoria el perfil de España, pintan, en realidad, el de la Península, Portugal incluido, en vez del auténtico de su país? A eso es a lo que José Saramago llama el complejo de amputación que sufren muchos españoles.
Potugal se ufanaba de haber firmado el tratado de alianza más antiguo de la cristiandad con Inglaterra, allá en la Baja Edad Media, ratificado en Methuen en 1704, presuntamente para conjurar la amenaza española; y, para acabar de completar el cuadro, había hecho de la cultura francesa un objeto de culto. Hasta que la televisión ha metido de nuevo la lengua castellana en tierras lusitanas, Portugal ha podido vivir como si uno de los idiomas básicos de Occidente sólo se hablara con acento latinoamericano.
Los recelos están hoy muy lejos de haberse disipado. No son pocos los portugueses, como el presidente Soares en una ocasión a este periodista, que, cuando un español les dirige la palabra -por supuesto en castellano, lengua que cualquier portugués entiende sin la menor dificultad- y esperando la respuesta en fluido lusitano, contestan en francés, y hasta, en ocasiones, en el idioma del antiguo patrón británico.
Nada obliga a Portugal y España a entenderse, ni la historia, ni la lengua, ni la geografía, salvo el optimismo gloriosamente irrecuperable del autor de A jangada da pedra. Portugal está fabricado y España, no; para Portugal la Unión. Europea es un objetivo deseable que no constituye amenaza ni salvación; para España es un clavo bastante ardiente, con el que todo el mundo juega una peligrosa comedia de las equivocaciones. Para los ex centralistas castellanos, hoy, sin duda, sinceramente democráticos, la Comunidad es una suerte de España continental donde el Estado de las autonomías tendrá por sujetos políticos a los llamados Estados-nación, mientras que para los periféricos resignados a no hacer de la separación nacional una urgente cuestión de gabinete, es un mecanismo futuro para deshacer España sin que nadie les pueda echar la culpa por ello.
En 1949 se publicaron dos libros que armaron voraz polémica, al menos para lo que la época daba de sí. España como problema, de Pedro Laín, y España sin problema, de Calvo Serer. Muchas de las cosas que se decían en ambos están todavía de actualidad. El único apunte que hoy cabría añadir es que el país sin problema es Portugal, y el que sigue con el suyo, España.
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