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Un exministro traumatizado

"Yo tengo un candidato, pero no voy a revelar el nombre". Acaso haya que esperar a que publique sus memorias para saber a ciencia cierta quién era el hombre en el que pensaba Felipe González aquel 9 de enero de 1994, cuando se sinceró ante la prensa en la Embajada de España en Bruselas, para encabezar la lista socialista a las elecciones europeas de junio. En todo caso, no era Fernando Morán.Y, sin embargo, cuatro meses después, el insufrible doctrinario, el desaliñado diplomático envuelto en humo y cenizas de sus pitillos, el hidalgo de la mirada insegura por encima de sus gafas desgalichadas, está de nuevo, como en 1989, haciendo campaña, recorriendo plazas de toros y mercados para recabar votos para la lista del PSOE a las europeas que él dirige.

Allí está, en la tribuna de oradores, marcando de nuevo en los mítines o ante la prensa algunas distancias con el Gobierno cuando evoca, por ejemplo, la relación hispano-marroquí, o estableciendo con alambicado humor paralelismos entre el actual papel de España en Europa y el que desarrolló con Carlos I. "España mandó a Flandes conquistadores cetrinos y enjutos que tan bien se entendieron con las valonas ..." proclamaba el domingo en Mérida. El auditorio no le entiende, pero se asombra de lo que sabe y le aplaude a rabiar.

A pesar de sus intentos, González no encontró a nadie mejor en las filas de su partido para capitanear el equipo de futuros eurodiputados socialistas. A sus 68 años, este asturiano sigue teniendo tirón popular. Cuando el Gobierno se ve salpicado por escándalos de corrupción, el candidato es, además, un ejemplo de sobriedad. "Nunca supe cómo hacerdinero", confiesa.

Hasta hace poco, su único patrimonio era una voluminosa biblioteca, y sólo muy recientemente se pudo comprar un piso en Madrid que comparte con su esposa, María Luz Calvo-Sotelo, hermana del ex presidente del Gobierno, aquejada de una enfermedad crónica. Tiene dos hijas y un hijo, este último, también diplomático. Un ministro le ha sugerido que haga pública su declaración de la renta y pida a Abel Matutes, su adversario, que haga otro tanto con la suya para poner así de manifiesto la prosperidad de un candidato popular frente a otro socialista.

Morán se hizo al principio el remolón. "Tengo que decir que realmente no tengo apetencias", declaraba justo antes de que se anunciase su designación como cabeza de lista. Su elección en abril como candidato de "todo el partido" le llenó, sin embargo de satisfacción. No sólo supuso una revancha frente a un González reacio a contar con él, sino que conlleva, en su opinión, un reconocimiento de los valores éticos que él encarna.

Todavía no se ha cumplido aquella profecía que hizo al abandonar en julio de 1985 el Ministerio de Asuntos Exteriores. "Ya veréis", dijo, "cómo cambian las cosas en este país, y dentro de pocos años veremos cómo el jefe del Gobierno vive en un pisito y nadie se extrañará por ver a un ministro en el metro". El mismo no dudaba en coger un taxi cuando su coche oficial tardaba en venir a buscarle.

Mucho antes de que la sociedad colocase en la picota la cultura del pelotazo, Morán ya levantó la voz denunciando "un ambiente en el que los valores esenciales son el triunfo individual y económico y en el que prima la especulación sobre la creación de riqueza". Cuando afloraron los primeros escándalos no titubeaba en afirmar que "Felipe González tenía que haber vigilado más".

No era ésta la única crítica velada que hizo al secretario general de su partido. Sin mencionarle por el nombre, en sus seminarios o conferencias Morán reflexionaba en voz alta. Hablaba de "los jefes de los ejecutivos que ahora predominan sobre el poder legislativo, pero, sin embargo, no tienen una carga de responsabilidad equiparable y mantienen un discurso autoritario y anodino". A veces era más explícito: "El presidente ( ... ) es un político que corresponde mucho a esta época de personalización del poder".

No hacía, según sus detractores, el frío análisis del intelectual de izquierdas. Se dejaba llevar por el resentimiento provocado por el mayor trauma de su vida política: su cese en julio de 1985 como ministro de Exteriores del primer Gobierno socialista cuando había alcanzado el cénit de su popularidad. Tres años antes, su nombramiento al frente de la diplomacia española estuvo cantado. No sólo había dedicado su vida profesional a la política exterior, sino que era uno de los pocos socialistas con experiencia en el ejercicio del poder.

Los ministros del franquismo no prescindieron de este diplomático adscrito al Partido Socialista Popular. Fernando María Castiella le nombró subdirector general; Gregorio López Bravo, director; fue cónsul en Londres con Manuel Fraga como embajador, y ya en la transición, José María de Areilza le ascendió a director general de África y Oriente Medio, hasta que en 1977 se presentó a diputado por Madrid. Sólo tras la fusión del PSOE con el PSP logró ser elegido, en 1979, senador por Asturias.

Sus ideas, Morán las plasmó en 1980 en un libro, Una política exterior para España, en el que se pronunciaba en contra del ingreso en la OTAN, aunque abogaba por mantener el vínculo bilateral con EE UU, pero adquiriendo una mayor autonomía. De ahí, según asegura sin demostrar en sus memorias, que los servicios secretos norteamericanos intentasen desacreditarle difundiendo chistes crueles sobre su persona. "Algunos pasajes" de la obra, se sorprendía Fernando Claudín en su crítica literaria, "inducen a considerar los países llamados socialistas como realmente socialistas".

Como ministro se dedicó a desdecir lo que había escrito. A pesar de algunas baladronadas, se tragó todos los sapos, empezando por la incorporación a la Alianza Atlántica. Tras concluir la negociación de adhesión a la Comunidad Europea, estaba ya preparando el establecimiento de relaciones con Israel cuando le llegó la destitución.

Dio entonces rienda libre a su despecho: "No encuentro muchas razones. No fue elegante. ( ... ). Yo salgo del Gobierno por razones políticas. La verdad es que siento nostalgia y preocupación respecto a algunos temas que me hubiera gustado desarrollar. Ahora, quizá se pretenda darme un mendrugo de recompensa, pero yo nunca he precisado mendrugos". Acabó, sin embargo, aceptándolo. Se fue a Nueva York de embajador ante la ONU, no sin antes haber soñado en voz alta con ser comisario europeo. Más tarde anheló también ser candidato a alcalde de Madrid, porque, explicó sin rodeos, a Diario 16, "es evidente que yo hubiera ganado ( ... )".

La explicación de su divorcio con González, al que Morán ha consagrado buena parte de sus memorias, tituladas España en su sitio, era, en realidad, bastante prosaica. Apenas tenía connotaciones ideológicas. El presidente había descubierto una pasión por la política exterior que quería diseñar, en La Moncloa y debía ser ejecutada desde Santa Cruz. Morán nunca se resignó a ello. Cargado con sus conocimientos, pretendía aleccionar a su jefe sobre la política a seguir.

Si a mediados de los ochenta comparaba los ataques de los que fue objeto antes y después de su salida del Gobierno con la campana que padeció Manuel Azaña, tras la dimisión de Alfonso Guerra del Ejecutivo Morán encontró un nuevo lenitivo. "Tanto él como yo (...)", sostenía, "hemos sufrido una campaña de ínsidias", aunque, precisaba, él no era guerrista.Su mayor consuelo ha sido, sin embargo, que el 24 de marzo un González falto de alternativas le diese por fin su visto bueno. Morán es "un buen candidato", enfatizó en público. "El depósito de confianza que hemos hecho en él es muy alto". No volvería a ser ministro pero seguía de cabeza de lista.

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