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EE UU ya no mira a las playas de Europa

La sociedad norteamericana está volcada en problemas internos 50 años después del desembarco en Normandía

Antonio Caño

Por primera vez en varias décadas, el tradicional desfile del Memorial Day no pudo celebrarse este año en Nueva York por falta de público, que había preferido pasar el fin de semana festivo en el campo, en lugar de saludar a sus ex combatientes. Un dolido veterano de la Segunda Guerra Mundial se quejaba en la televisión de que este país está perdiendo patriotismo.Seguramente no es para tanto. La fiesta en la que anualmente se rinde homenaje a los norteamericanos que han dado la vida por su nación fue todavía observada, el pasado 30 de mayo, en Washington y en cientos de pequeñas y grandes ciudades a lo largo de Estados Unidos, con similar atención y respeto que en años anteriores. Pero es cierto que la ausencia de amenazas militares y el desplazamiento del poder de la generación que participó en la última gran guerra europea hacen que aquellas viejas hazañas bélicas hayan perdido vigencia.

El propio presidente Bill Clinton, el primer jefe de Estado norteamericano de la última mitad del siglo que no sólo no había nacido cuando se produjo el desembarco en Normandía, sino que jamás vistió un uniforme, se ha quejado de que "los jóvenes estadounidenses saben demasiado poco del Día D ".

Eso puede ser un problema, pero la cuestión principal es que él mismo sabe poco del Día D. No porque el presidente estadounidense desconozca las circunstancias históricas que ahora se conmemoran, sino porque el espíritu de esa gesta no cuadra con su estilo.

Normandía y Bill Clinton son términos que casi se repelen. Normandía es sinónimo de firmeza, de convicciones, de liderazgo, de visión universal; características todas ellas que se aplican con dificultad a la gestión del actual inquilino de la Casa Blanca, al menos en lo que respecta a su política exterior.

El lunes pasado, cuando Clinton colocaba una corona de flores ante el monumento al soldado desconocido, en el cementerio de Arlington, en Washington, alguien entre los presentes gritó: "¡Lárgate, desertor!", aludiendo a las maniobras hechas en el pasado por el presidente para librarse del reclutamiento para la guerra de Vietnam. Desde el comienzo de su presidencia, Clinton, que sucedió en el cargo a un héroe de la Segunda Guerra Mundial, ha estado incómodo entre los militares. Su estilo y su historial se adaptan mejor a los foros reducidos en los que se discuten los problemas cotidianos de los ciudadanos que a las arengas en las que se elogian principios que le cuesta defender.

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Su desentendimiento de la política exterior, sus dudas continuas en Bosnia, la retirada de Somalia, la indecisión en Haití, la rectificación de la política con China son, todos ellos, elementos de una gestión poco compatible con la actitud que llevó a Estados Unidos a desembarcar en las playas de Omaha y Utah.

Esto coincide con dos circunstancias dentro de Estados Unidos que marcan más distancia aún con efemérides como el Día D. Una es el significativo aislacionismo que estos días se aprecia en la sociedad norteamericana, más preocupada ahora del crimen, el desempleo y el sida que de la seguridad europea. Otra es la llegada al poder de una generación de dirigentes jóvenes que entienden las relaciones internacionales más como un instrumento de intercambio comercial que como una vía de introducción de ideas y valores.

El Gobierno norteamericano está más preocupado por la venta de aviones a China que por el regreso del comunismo en Hungría y ve con mayores perspectivas el crecimiento de los nuevos tigres asiáticos que la marcha de la Unión Europea.

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