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El mitin

En los mítines electorales todo esta homologado. El escenario, la megafonía, las banderolas, las sillas de platea, las consignas se atienen a una escenografía convencional y pseudoamericana con ráfagas musicales para marcar el conmienzo y el fin del espectáculo. De hecho el comienzo suele ser lo mejor de los mítines. El aire de los recintos vibra con el estruendo de los decibelios y se siente la emoción de los simpatizantes puestos en pie para ver la entrada de su líder. Este suele llegar al escenario con dificultad a través del pasillo que se ha abierto entre las filas de platea. Una nube de fotógrafos y cámaras de televisión le obstruyen el paso mientras el líder, a quien sigue una nube de secretarios, guardaespaldas, organizadores y miembros locales del partido, estrecha las manos que se le tienden desde los lados. Hay una estética importada del cine en estas entradas modelo estrellas del espectáculo, aunque a veces también recuerda la salida de los boxeadores en las llamadas peleas del siglo que hay cada cuatro meses. Es, además, una estética pasteurizada que permite ser compartida por todos los partidos que creen en el marketing, los sondeos y los asesores de imagen. Es decir, casi todos. Luego, cada uno, pone un estilo diferente. José María Aznar suele pisar el escenario -siempre idéntico- con agilidad de peso ligero, corretea hacia las bandas saludando a derecha e izquierda, seguido, cuando va, del candidato Abel Matutes, mientras sigue la música y le gritan "presidente, presidente". El vestuario, otra parte importante de la iconografía mitinera, ha variado esta temporada en perjuicio de la cazadora pesoe, moda que llegó a penetrar en las filas conservadoras pero que parece definitivamente abandonada. La camisa sin corbata es lo último en estas rebajas estético-ideológicas en las que los asesores de imagen empiezan opinando cómo deben vestir los líderes y acaban sugiriendo cómo deben pensar. Ahora se lleva estar entrados. Aznar, que viste de claro y Matutes de oscuro, suelen hacer una primera y breve aparición en el escenario para dejar paso a los teloneros, candidato y dirigentes locales, algunos de voz temblorosa por la inexperiencia o la emoción, otros rontundos y verborreicos con valores inmarcesibles, que forman un mosaico políticogeográfico variopinto del registro cromático nacional.En cambio, los discursos principales suelen ser similares de un mitin a otro, ya que los asesores imponen que los oradores transmitan con la mayor concisión, amenidad y contundencia pocas ideas pero claras. Las variantes suelen venir marcadas por las respuestas a las críticas o insultos del adversario en ese diálogo intermitinero en que se ha convertido la campaña electoral.

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Pero lo más curioso es que muchos políticos, buenos políticos incluso, detestan los mítines y confiensan, en privado, que ellos no irían ni siquiera a los suyos. Son los políticos de la era de la televisión, de la realidad virtual en tiempo real. Los mítines pertenecen a otra época, cuando se hacía política de masas. Hoy cualquier político confunde la masa crítica con las tertulias de radio y los mítines con un festival de Eurovisión.

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