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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Corruptores

SE CUENTAN con los dedos de la mano los casos de corrupción política sobre los que ha tenido ocasión de pronunciarse el Tribunal Supremo, pero los va habiendo. Ello tiene su importancia. Significa, de un lado, que la investigación judicial no ha quedado aparcada en ninguna vía muerta, y, de otro, que el máximo órgano jurisdiccional en materia penal -la Sala Segunda del Supremo- ha podido hacer su contribución específica a la lucha contra esta lacra de la vida pública española: fijar las pautas jurisprudenciales en la interpretación de los delitos de corrupción.Ahora, el Supremo acaba de pronunciarse sobre el caso Calvià y no hace mucho lo hizo sobre el de la construcción de Burgos. Los dos son casos eminentemente representativos de lo que se entiende por corrupción política en su sentido más estricto: atentar contra el recto y normal funcionamiento de la Administración pública con el propósito de desviarla de su obligación de servir con objetividad a los intereses generales en favor de otros particulares. En el caso Calvià, tres destacados militantes del Partido Popular (PP) intentaron comprar a un concejal socialista del Ayuntamiento de Calvià (Mallorca) para que se pasase al grupo municipal de ese partido y le ayudase a imponer un alcalde popular, más propicio a la realización de determinadas operaciones urbanísticas. En el de la construcción de Burgos se trataba de toda una corporación municipal (la de Burgos durante los años en que fue alcalde José María Peña, elegido como independiente en las listas del PP) poniendo los intereses urbanísticos de la ciudad al servicio de los particulares de un constructor.

En ambos casos el Supremo ha confirmado las penas impuestas por el tribunal inferior (en el caso Calvià, cuatro meses de arresto mayor y una multa de 100 millones de pesetas a cada uno de los implicados). Pero lo más importante es la jurisprudencia sentada respecto de delitos tan característicos de la corrupción política como el cohecho y la prevaricación. En este tipo de delitos siempre se ha hecho más hincapié en la conducta de los funcionarios o cargos públicos -los corruptos- que en la de los particulares que les inducen a actuar a favor de sus intereses -los corruptores-. Y es lógico que sea así. El reproche penal siempre debe ser más duro con quien ejerce funciones públicas y representa el interés general. Pero no hasta el punto de dejar prácticamente impune o sin la correspondiente sanción la conducta de quien condiciona o pervierte la decisión administrativa. La jurisprudencia del Supremo busca precisamente un mayor equilibrio en la respuesta penal a estos dos aspectos inseparables de la corrupción.

A partir de la sentencia sobre el caso Calvià, el delito de cohecho tendrá igual castigo -salvo la inhabilitación-, sea su autor funcionario o simple particular. Del mismo modo que, a partir de la sentencia sobre el caso de la construcción de Burgos, no sólo podrán ser condenados por prevaricación los funcionarios o cargos públicos que dicten resoluciones injustas, sino los particulares que inducen a que se adopten, presionando o prometiendo algo a cambio.

Ampliar el concepto de esta clase de delitos es la forma que tienen los tribunales de hacer frente a la corrupción. La tipificación legislativa de estas conductas delictivas es mejorable, y, de hecho, algunas reformas penales de los últimos años han aportado mejoras. Pero mientras tanto, y a la espera de que el nuevo Código Penal tipifique todas las variantes posibles de la corrupción, bien está que la justicia, en su quehacer ordinario, haga lo que esté a su alcance para acabar con la impunidad legal de todo ese mundo, oscuro de intereses que se mueve en los aledaños de los centros de poder político y administrativo que deciden sobre obras y Contratas públicas.

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