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La mezcolanza de lo público con lo privado

En el invierno de 1870, en un momento crítico de la historia de Europa -¿cuándo no?-, uno de los grandes historiadores de un siglo de grandes historiadores, Jacob Burckhardt, en su cátedra de Basilea, pronuncia unas lecciones sobre el estudio de la historia, que después de su muerte, en 1905, edita un sobrino con el pomposo título de Consideraciones sobre la historia universal. La palabra viva del maestro, que sólo en parte recoge los apuntes publicados, provoca verdadera conmoción en sus oyentes, en particular en uno, Friedrich Nietzsche, que en carta a su amigo Von Gersdorff, de 7 de noviembre de 1870, se precia de ser el único capaz de comprenderle. En Burckhardt y Nietzsche cristaliza una nueva concepción de la crisis, que bien pudiera llamarse trágica.El capítulo cuarto de estas consideraciones está dedicado a las crisis histórica, en la que Burckhardt resalta su preocupación por la "crisis de la cultura moderna". Está convencido de que verdaderas crisis históricas hay pocas: la caída del Imperio Romano, la reforma protestante, la Revolución Francesa. A partir, sobre todo, de esta última experiencia intenta un recuento de los rasgos más sobresalientes de las crisis que, a pesar de la falta de sistemática, revela algunas intuiciones fructíferas, como que un cuestionamiento radical del orden constituido no habría que ir a buscarlo entre las clases más desfavorecidas, sino en aquellas que tienen una visión realista de su probable ascenso social; o que los procesos revolucionarios culminan precisamente en lo, que combaten, el despotismo, que se revela un elemento imprescindible para construir un orden nuevo.

Para Burckhardt, la crisis del mundo moderno se inicia en el siglo XVIII, precipitándose a velocidad creciente a partir de 1815. La revolución industrial, las nuevas formas de comunicación que propicia la libertad de comercio, los avances en los transportes, pero, sobre todo, la revolución política que impuso los derechos humanos y el principio de soberanía popular, convergen en producir "la gran crisis del concepto de Estado". Burckhardt percibe la crisis social que provoca el desarrollo del capitalismo industrial como crisis del Estado, o mejor dicho, como crisis de las relaciones entre el Estado y la sociedad civil.

¿En qué consiste esta crisis? Por un lado, se cuestiona la legitimidad del poder estatal -crisis de la noción tradicional de legitimidad-; por otro, paradójicamente, se exige cada vez más la intervención del Estado para llevar a cabo los programas utópicos de los partidos. Se trastocan así las tareas propias de la sociedad, que pasan indebidamente al Estado. Burckhardt se indigna ante la desfachatez de que entre los derechos del hombre se incluyan "el derecho al trabajo y el derecho a una vida digna", cuestiones que no atañerían al Estado, sino sólo al individuo en sociedad, y que, por tanto, no debieran elevarse al rango de derechos políticos. "Ya no se quiere dejar las grandes cuestiones a la sociedad, porque al pretender lo imposible se supone que sólo la fuerza del Estado podría conseguirlo".

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El poder creciente del Estado actuaría como el gran nivelador, ya que, a diferencia de la sociedad, mide a todos por el mismo rasero. La democracia sería el mal que potencia al Estado: "Para ella el poder del Estado sobre el individuo nunca resulta suficientemente grande, de modo que borra las fronteras entre Estado y sociedad, dando por sentado que el Estado será capaz de hacer todo lo que la sociedad previsiblemente nunca hará".

El igualitarismo democrático, teniendo a su disposición toda la fuerza del Estado, arrincona al individuo libre, al hombre de cultura, al intelectual, que para Burckhardt es el verdadero aristócrata de nuestro tiempo, en un recinto cada vez más estrecho y asfixiante. En la pérdida continua de espacios de libertad consistiría, en último término, "la gran crisis de la cultura moderna". Burckhardt diagnostica la crisis de la sociedad contemporánea como pérdida de las libertades individuales y colectivas por la presencia absorbente del Estado, pero no formula el modo de superarla, es decir, se siente incapaz de ofrecer una alternativa realista al poder creciente del Estado. De ahí el aire de resignación pesimista que le embarga; la grandeza de cada cual queda de manifiesto en la capacidad individual de saber aguantar con dignidad.

Diagnosticar la situación sin salida visible es justamente lo que caracteriza al pesimismo cultural, que inicia Burckhardt. Al fijar el origen de la crisis en la incompatibilidad de la libertad con la democracia, ante el ascenso imparable de las fuerzas democráticas que observa, no le queda más que la esperanza de que algún día se vuelva a reconocer que la libertad sólo puede asentarse en la desigualdad. El conservadurismo elitista, propio del patricio humanista que, con el desarrollo de la sociedad industrial, asiste impavido al derrumbamiento de sus valores y formas de vida, tiene una doble connotación: por un lado, un pesimismo trágico que contempla impotente la ascensión incontenible de las masas, con la consiguiente quiebra de la libertad individual; por otro, una exaltación de la crisis, incluso en su forma más pura, la guerra, que permitiría al espíritu recobrar su grandeza propia. Ante la ascensión imparable de la democracia, no le queda otro recurso que acudir a la exaltación de la violencia.

En el meollo mismo de esta visión trágica de la crisis en la cultura europea brota en Burckhardt un elogio sorprendente: "Como alabanza de la crisis puede, sobre todo, decirse lo siguiente: la pasión es la madre de las grandes cosas, quiero decir la auténtica pasión, que pretende de verdad algo nuevo y no simplemente la destrucción de lo viejo. La crisis levanta en el individuo y en las masas fuerzas insospechadas, incluso el cielo adquiere otra tonalidad. El que es puede hacerse valer, porque cayeron o van a caer todas las barreras". A la crisis la llama "el signo auténtico de la vida", que elimina lo viejo y lo caduco, incluyendo a aquellos seudoorganismos que nunca tuvieron derecho a la existencia. Arte y literatura se alimentan de la crisis y alcanzan sus cimas más altas en tiempos de tribulación.

Parecido tono emplea Burckhardt respecto a la guerra, que define como "crisis de pueblos y supuesto necesario para un desarrollo más alto", a la que llega incluso a calificar de "divina", "ley universal que rige en toda naturaleza". En cambio, "la paz duradera no sólo debilita y enerva, sino que permite que sobrevivan gran número de existencias lastimosas y acobardadas, que no habrían surgido sin ella y que luego, con gemidos estruendosos, se aferran a su derecho a la existencia, quitando sitio a los fuertes de verdad". Como se ve, ideas puntas del fascismo hunden sus raíces muy atrás en el siglo XIX.

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Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

La mezcolanza de lo público con lo privado

Viene de la página anteriorImporta reproducir textos, por desgracia olvidados, porque sus contenidos, como si se tratara de novedades, adquieren cada vez mayor audiencia. En cuanto se hace coincidir la libertad con la desigualdad, según la tradición el viejo liberalismo, y se repudia al Estado, justamente cuando, de echo, se ha otorgado al ámbito económico privado un status semipúblico, la libertad de los pocos exige la represión de los muchos. Es una de las lecciones de este trágico siglo XX que parece que estamos empeñados en olvidar. El nuevo autoritarismo que se nos viene encima resulta de una conversión pública de lo privado a la que corresponde una privatización de una buena cantidad de las funciones públicas. En Italia, esta doble tendencia de privatización de lo público y de semiestatalización de lo privado se ha hecho con el Gobierno, inaugurando tal vez esa anunciada nueva Edad Media en la que se difuminan las fronteras entre lo público y lo privado, para terminar por prevalecer tan sólo la corporación económica con un carácter ambiguo: privado por el control y público por la función el status.

O se consigue democratizar a la empresa, proyecto fracasado el socialismo, o la empresa privada terminará por privatizar al Estado, una vez que ha obtenido un status semipúblico, que convierte a la democracia en pura ficción, factor decisivo para que al fin se despliegue y arraigue la desigualdad consustancial que el liberalismo económico conlleva en su entraña. Toma contorno en el horizonte la conexión decimonónica entre laissez faire en lo económico y autoritarismo en lo político, mientras se tambalea el Estado democrático, privatizado por el uso que de él ha hecho la clase política, al ponerlo al servicio de su permanencia indefinida.

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