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Al otro lado del espejo

He estado unos días en Bogotá y Caracas y he aprendido mucho sobre el pasado de Madrid. Y sobre su futuro.- No hace un cuarto de siglo Bogotá era una ciudad de perfil bajo que se alineaba a lo largo de una cordillera imponente, bajo un cielo jamás completamente azul, casi blanco, lleno de nubes inquietas. En el sur se agitaba la ciudad administrativa, en el centro convivían algunos barrios que parecían salidos directamente de Inglaterra en los años treinta, y en el norte las viejas burguesías europeizadas habían sido degolladas y sustituidas por la alegría de los nuevos ricos que viajaban regularmente a Miami para comprar inspiración en los supermercados. Hoy día todos esos barrios que podrían haber entrado en museos de urbanismo, una vez remendados, están siendo cambiados a velocidad de vértigo por unas cajas de estilo internacional que pretende redimirse en el ladrillo visto, los enormes ventanales cubiertos siempre por suaves visillos blancos y el consabido mármol hortera de los cuartos de baño y, si se tercia, los vestíbulos.

Repito lo de la velocidad de vértigo para que no se crea que es un lugar común: barrios con auténticas joyas de arquitectura burguesa se transforman en aglomeraciones de cajones de grandes ventanales a la misma velocidad con que se cambia un decorado de teatro. Una velocidad inversamente proporcional a la de los coches, que se van estrellando contra la melaza del atasco -el trancón lo llaman allí- a medida que van siendo fabricados o importados por leyes cada vez más librecambistas.

Los bogotanos han descubierto los atascos, lo que no deja de resultar exótico en un país con larga tradición de economía proteccionista que tenía los coches más longevos del mundo y el mayor número de premios Nobel de mecánica,- y eso, como es obvio, guarda una causalidad directa con la, transformación de las casas en edificios; éstos han comenzado a encaramarse a las montañas y a comérselas. Desde lejos, el espectáculo (le pretenciosos edificios achicando la cordillera produce dolor de corazón y parece una epidemia.

Quizá todos estos prodigios transformistas se expliquen con un dato: tanto en Bogotá como en Caracas, un vulgar piso de 120 metros cuadrados cuesta más que una casa. de 300 con jardín. Un piso todo lo magnífico que se quiera en el barrio de La Castellana, en Caracas, puede alcanzar un alquiler de más de 600.000 pesetas, y ello en un país donde una gran mayoría de la población gana unas 20.000, lo que desafía las leyes de la oferta y la demanda. Aunque dicen que esta desproporción se debe a razones de seguridad, la presencia en pisos y en casas de guardias armados y cámaras de televisión que detectan la entrada de un gato permite la sospecha de que el fenómeno tenga mas que ver con los larguísimos trenes de dinero opaco que, como es notorio, entran todas las noches en esos países sin respetar ningún tipo de frontera. En definitiva, que todo ese descomunal laboratorio de urbanismo enloquecido es, sobre todo, una gigantesca lavandería.

Caracas siempre fue famosa por disfrutar del urbanismo más alegre del mundo, y no sólo por el trazado más bien salsero de algunas de sus calles, sino por sus fachadas multicolores que parecían permanentes advertencias a los borrachos sobre lo que les esperaba al otro lado de una noche de copas. Hoy en Caracas las horas de transporte se miden a pares y una sanción laboral puede consistir en enviar a alguien a gestionar un papel al otro lado de la ciudad. No reincidirá. En definitiva, como México. Esto hace florecer de forma permanente el negocio de los motoristas, por ejemplo, que van a buscar la tarjeta del enamorado y la llevan hasta el ramo de flores, pero afila extraordinariamente los nervios de todo el mundo: el coche se convierte en una verdadera segunda residencia, y la simple idea de un coche sin aire acondicionado, en recurso de tortura.

Pongan unos gramos aquí, quiten otros allá, achiquen o agranden, y luego mírense al espejo. Viajar es un auténtico recorrido interior. Se aprende' mucho.

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