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Jackie y el imaginario las años sesenta

Eran tan necesarios que fueron mitificados, y todavía hoy, aproximadamente treinta años después del magnicidio de Dallas, los Kennedy transmiten un mensaje de cambio, liberalización, modernidad. John Kennedy ocupó la presidencia de los Estados Unidos durante dos años y medio, un soplo de tiempo si lo comparamos con la longevidad presidencial excepcional de Roosevelt, pero un respiro para la conciencia liberal americana y universal, si oponemos el periodo a los ocho años de mandato de Eisenhower y su familia Monster. el senador McCarthy, los hermanos Dulles y el vicepresidente Nixon.El esplendor perenne de los Kennedy sólo puede entenderse como contraste con esa década tenebrosa de los cincuenta estrenada con la guerra de Corea y ultimada con la caída in territorio soviético del avión espía norteamericano y de su piloto, pobre víctima de la historia al que se le reprochó haber conservado la vida para convertirse en prueba de es pionaje. Kennedy había accedido a la presidencia por escaso margen de votos con respecto a su antagonista, Nixon, y para ejercer el kennedysmo tuvo que perpetuar la "presidencia imperial" tal como la calificó Schlesinger si no quería verse bloqueado por un Congreso en el que no tenía mayoría. Compensé esta debilidad institucional con el progresivo reforzamiento de su imagen, en el interior y el exterior de Estados Unidos, afortunada combinación de complementarios: Steinbeck, asesor de estilo; Pau Casals, como proveedor de música de cámara de la corte. Firmeza en el pulso con la Unión Soviética durante la crisis de los misiles cubanos, gestos de des hielo en las posteriores relaciones con Jruschov y un look de presidente al que le sentaba bien el traje de baño, tan bien como a su esposa, Jackie, recién cumplidos los 30 cuando se convirtió en emperatriz de Occidente, reinante en una imaginaria corte llena de talentos. En dos años y medio se construyó el mito del matrimonio responsable pero moderno, con niños en la Casa- Blanca que interrumpian encantadoramente las graves sesiones de trabajo de su padre o secundaban la esbelta línea de Jackeline Bouvier, de origen francés, exotismo a sumar a la excitante circunstancia de que John Kennedy era el primer presidente católico de los Estados Unidos. Frente a ese mito de la joven esposa independiente, pero también capaz de ser ninfa constante, nada han podido 30 años de desvelamiento de la ardiente vida sexual paralela del señor presidente, con Marilyn Monroe incluida, o de las réplicas platónicas o aristotélicas que Jackie se permitiera. Entre las platónicas se censa la del embajador español don Antonio Garrigues, que ha sido, después de Mario Cabré, el galán español que más cerca ha estado de un sex symbol norteamericano.

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Contra ese mito tampoco han prevalecido las evidencias que rodearon el segundo matrimonio de Jackie, nada menos que con Onassis, demostración palpable de que dentro de la airosa cabecita de la señora Kennedy funcionaba una espléndida calculadora. Las cláusulas contractuales del matrimonio con Onassis merecen pasar a la historia de las afinidades electivas, y sobre la escandalosa relación de La Bella y la Bestia el imaginario anterior de la hermosa pareja de John y Jackie inspiró la popular sospecha de que Jackie había sido secuestrada por uno de los corsarios más taimados del siglo. El griego aportó a la ex señora Kennedy una seguridad económica vitalicia que le permitiera vivir y luego enfermar y agonizar bajo las luces más propicias del más alto nivel de vida de una ex emperatriz de Occidente bastante caprichosa en sus gustos y en sus. gastos. También controlar las distancias y el mando a distancia de sus, relaciones con un clan -tan absorbente como el de los Kennedy que, al decir de sus biógrafos, ascendió desde la dureza paragansteril del fundador, Joseph, a la decadencia zolesca de los más reciente retoños, pasando por el esplendor biohistórico de John y Robert. Hay ciudades afortunadas que consiguen un imaginario universal gracias a su, skyline, llámense Nueva York o San Giminianó, y hay personas que graban para siempre un imaginario inasequible a las agresiones de las evidencias. Incluso cuesta imaginar a esta sesentona enferma que acaba de morir, por que sobre esta evidencia sigue imponiéndose la silueta grácil de aquella muchacha que inauguraba el sistema de señales de la última década esperanzada en el crecimiento continuo de lo material y lo espiritual que vivió el siglo XX.

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