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El chupinazo

Ángel S. Harguindey

Bueno, ha llegado el momento: mañana los lectores de este diario podrán disfrutar de uno de los ritos civiles más sugestivos de los que, consciente o inconscientemente, se han ido creando en el curso de. lo que llamamos la transición democrática. Me refiero, claro está, a la columna antitaurina de Manolo Vicent.Ciertamente, 1994 ha sido, es y probablemente será un año tenso. Quizá ello explique el lamentable retraso de la opinión vicentina -auténtico chupinazo de los festejos taurinos isidriles- No cabe duda que el autor ha estado conmocionado por temas de mayor calado: la corrupción, el poder, las previsibles convulsiones sociales de las que dio noticia Hans Magnus Enzensberger en su último ensayo sobre la guerra molecular y, naturalmente, las higueras del Mediterráneo. En todo caso, y desde la perspectiva llana y sencilla de quienes valoran el talento por encima de las creencias, una Feria de San Isidro sin las 35 líneas de sectarios denuestos de Vicent sobre la lidia obligarían a pensar, efectivamente, que el fin del mundo es inminente.

Bien está -más por evidente que por otra cosa- que los regímenes socialistas hayan pasado mayoritariamente a mejor vida; que los cien años de honradez socialista quedaran rebajados, de momento, a 88 y medio; que la cárcel de Alcalá-Meco alcance la cuatricomía más selecta; que el fugitivo Roldán mostrara su auténtica vocación en Interviu: la de figurante en película de Alfredo Landa de los años setenta, o, incluso, como parece, que los cantautores estén nuevamente en alza por no se sabe qué extraño designio de las complejas leyes del mercado... pero lo que resulta ya más difícil de concebir es una feria taurina de la categoría de la de Las Ventas sin los vituperios de quien acaba de volver de Itaca o sin los ruidos de las máquinas fotográficas de los japoneses.

Los aficionados a los toros, los que los consideran un espectáculo bárbaro y los que ni los aprecian ni los desprecian tenemos todo el derecho del mundo a exigir el anual disfrute de quien ha demostrado sobradamente su sabiduría para recrear y transcribir la belleza. Es esa aportación de quien se ha formado en los clásicos, en las barras de bar y en las timbas de póquer la que nos permite recuperar en alguna medida la fe en el género humano, tan devaluada por los últimos acontecimientos.

Si, como dice Ferlosio, es tiempo de reivindicar la estética, no menos cierto es que los espléndidos puyazos de Vicent elevan el listón de la sensibilidad y la compostura hasta, casi, hacemos olvidar las ordinarieces de buena parte de la clase dirigente de este país.

Un par de líneas sobre los regüeldos de fabada de Enrique Múgica y Corcuera en el callejón de Las Ventas pueden hacer desaparecer la detestable imagen de un Hernández Moltó con vocación de comisario Conesa acosando con provocadora chulería a quien había sido pillado con las manos en la masa. Una sutil referencia al picador que escarba en la herida es un prodigio de lirismo frente a un ex director general de la Guardia Civil metiendo la mano en los fondos del Colegio de Huérfanos de la Benemérita. Cualquier imprecación contra la sangría del ruedo nos suena a Bloomsbury si la comparamos con la retahíla de procacidades fascistas que salen por las bocas de buena parte de los contertulios radiofónicos y directores de diarios eunucos o mesiánicos. Un lujo, don Manuel.

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