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Nixon: una tragedia americana

Napoleón quería saber de sus generales si tenían estrella. Nixon agonizó toda su vida haciéndose esa misma pregunta.Hubo siempre algo patético hasta en sus mayores victorias. Toda su vida ansió el reconocimiento de un establishment del que se sentía excluido y al que se oponía con áspera desconfianza. Nació humilde y creció resentido. Tuvo que ir a una universidad de tercera donde obtuvo calificaciones de primera. Su historia podía haber sido la de un gran seffl-made-man, y en lugar del hombre que se hizo a sí mismo resultó el que se hizo así mismo, de retorcido, agarrotado, ávido de encontrar ese lugar en el mundo que se prestaba sin el menor esfuerzo, él podía pensar, a los que le eran inferiores en capacidad y esfuerzo, pero que habían nacido en el momento adecuado, en el lugar adecuado, con una cuchara de plata en la boca, como dice el mundo anglosajón.

Hizo la guerra del Pacífico en la Marina y se delectaba recordando cómo preparaba el regreso a la vida civil jugando al póquer con los otros oficiales; un póquer seco, con las cartas apretadas contra el pecho, sin pasión ni compasión, con el orgullo frío de la obra bien hecha, del asesinato legal del tapete verde con dos ases en la mano.

Su entrada en la política fue igual de oportunista, dispuesta a explotar todos los intersticios de un cubo de basura para hacerse con su primer espacio de hombre público. Eran los tiempos del macartismo, de la caza de rojos, como quien tira a los patos en el propio estanque del imperio, de los Diez de Hollywood y del comité de actividades antiamericanas. Ese Nixon de fin de los cuarenta se presentaba a su primer cargo electivo contra una conocida dama de la sociedad, viva imagen del cosmopolitismo adinerado, de las maneras legadas en herencia, lo que más detestaba el joven político republicano. Y así distribuyó entre los electores de Nueva Inglaterra unos folletitos en los que deletreaba los horrores del liberalismo de su adversaria sobre un fondo de papel rosa. Pink es como se designaba en inglés a los compañeros de viaje, a los tontos útiles de la inutilidad bendecida que era ya la Unión Soviética. Nixon ganó. ¿Pero creyó él que convencía?

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Su primera gran oportunidad llegó con la elección presidencial de 1952. El general Eisenhower había regresado de la victoria en Europa y necesitaba algún joven insignificante que hiciera la campaña que su imagen de militar íntegro y paternal no podía consentir; que apaleara a sus rivales, chapoteara en la sentina, sobreviviera en el detritus. Nixon era el hombre.

En la campaña sufrió su primera gran crisis. Acusaciones sobre financiación electoral le llevaron a televisión, donde en un discurso que las crónicas han llamado emocional, rodeado de su familia, esposa, Pat, e hija, Tricia, convenció a la opinión de que en su casa no había visones mal adquiridos, sino "buen paño republicano". Y a sus pies correteaba, ausente, un menudo perro de ciudad Checkers. El animal, sutil recordatorio de un ambiente medio americano, dio el nombre a-la Checkers speech. Su primer regate ante la sima. Fue un vicepresidente combativo y malencarado, que compitió con Jruschov en dar zapatazos en la escena mundial. Siempre recordaba cómo en la visita del líder soviético a Estados Unidos le aguantó el tipo en la famosa discusión de la cocina, donde intercambiaron acremente dardos sobre el mérito respectivo de la civilización del electrodoméstico y la que, presuntamente, iba a vender a Occidente la soga con la que suicidarse. Hoy sabemos que ganó una nevera bien repleta.

Su gran momento había llegado. Pero el candidato republicano a la sucesión de lke vio cortada su carrera a la presidencia por quien encamaba todo lo que él no era. John Kennedy. Costa Este, la mejor universidad, atlética disposición del aristócrata, facilidad de ser cuando a Richard Milhous Nixon le cristalizaba la expresión en el rostro de un anuncio que sería electoral años más tarde y cuya leyenda rezaba: "¿Le compraría a este hombre un coche de segunda mano?".

Por menos de 100.000 votos entre 100 millones Nixon perdió la presidencia y casi se jubiló de la agonía. Derrotado poco después en las elecciones a gobernador de California, convocó una conferencia de prensa en la que anunció con amargura que el mundo exterior, la prensa, el Partido Demócrata, Washington, el poder, se libraban de él para siempre. No tuvo palabra.

Nixon acabó siendo presidente en 1968 contra un Hubert Humplirey que expresaba la última esperanza liberal americana en pleno contrasentido de la guerra de Vietnam. El presidente republicano era ya un especialista en retornos: las sucesivas y temibles contingencias de su vida le habían devuelto cada vez a la escena más sabio, más hecho, capaz eternamente de empezar de nuevo, pero igual de marrullero, de dudoso de su estrella.

La guerra del sureste asiático y su asociación con Henry Kissinger fueron el gran periodo formativo de Nixon. El líder republicano era la última persona en la que se podía pensar para que asumiera la derrota militar de su país y, debatiéndose entre una retirada con honor y un desastre inevitable, sacó a Estados Unidos, pese a ello, de las junglas de Indochina.

Lo ensayó todo: la vietnamización de la guerra, el bombardeo del Norte, las más graves promesas a Nguyen van Thieu, el títere de Saigón al que nada podía convertir ya en poder alternativo, para abandonar el campo dejando tras de sí al menos una situación de tablas. A los dos años de la retirada norteamericana, en un gélido abril de 1975, Nixon perdía la guerra de Vietnam, cuando ya había perdido la presidencia.

Había sido reelegido en 1972 barriendo a un George McGovern, que propugnaba también el abandono, pero con mucha menos sangre y sin esperanza de salvar Saigón. El mundo le pertenecía, inauguraba su segundo mandato, en el que iba a ser el primer presidente norteamericano en visitar la URSS y poner pie oficial en el imperio de Mao.

El camino seguro de la distensión, la oportunidad de presionar a Moscú estableciendo lazos con Pekín, la famosa historia del linkage, a la que dio nombre un secretario de Estado abarrotado de libros, la comprensión de la esfericidad inescapable de un mundo que era ya sólo uno, fueron la gran aportación de Nixon a la historia de la diplomacia. Todo eso lo había aprendido en el sureste asiático porque era un hombre que siempre supo hallar fuerza en la derrota. Y, súbitamente, un escalo de tercera clase en una campaña electoral que sabía ganada lanzaba contra él todas las iras de aquellos que no habían olvidado lo que él tampoco había querido perdonar.

Watergate es la historia de una tragedia americana. La de una opinión que exige de sus mandatarios una inocencia angélica en medio del cieno más reverberante. Nixon pudo ordenar que se bombardeara salvajemente Haifong, trapacear para escalar la cima, pero, una vez presidente, se envolvió en tal cúmulo de medias verdades y de falsedades completas para ocultar que algún conocimiento y responsabilidad tenía en el asalto a una oficina del Partido Demócrata para obtener una información que no necesitaba, que sufrió como gabela otra primicia: ser el primer presidente obligado a dimitir de su mandato.

Y lo más impresionante fue cómo en los 20 años casi justos que ha sobrevivido a su condena haya sido capaz de un nuevo y último regreso. La historia es más veloz que el recuerdo, y Nixon, más fuerte que sus debilidades. Estadista respetado, analista excepcional, sabio consejero del instante, Nixon ha muerto convertido en arconte, en apropiado Solón para todas las ocasiones. Pero, en ese coma profundo que le ha tenido unos días en la antesala de la eternidad, las circunvoluciones invisibles de su mente se habrán preguntado, quizá, por qué no fue plenamente el hombre que Richard Milhous Nixon habría querido ser.

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