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Reportaje:PLAZA MENOR - LA VENTILLA

Asfalto y oro

Hace 45 años que Amparo llegó a La Ventilla, procedente de un pueblo de Toledo. Venía a buscar fortuna y acomodo en la capital y, como tantos otros emigrantes, tuvo que conformarse con acampar en sus fronteras. La Ventilla era entonces algo así como el Far-West. Ciertas calles del barrio llevan aún los nombres de los traperos que colonizaron estos desmontes, en los confines de Tetuán de las Victorias, con sus barracas y sus corrales. Amparo no pudo escapar, en su primer asentamiento ciudadano, de los rumores del campo, de los balidos de las ovejas, los cacareos de los gallos y el gruñido de los puercos que se alimentaban de los desperdicios de la urbe que los traperos transportaban con sus carros.Desde hace 45 años, Amparo regenta, ahora ayudada por su hija, una modesta y mínima frutería en una de las casas bajas que aún subsisten bajo la sombra amenazante y truncada de las torres de KIO. Desde hace décadas también, La Ventilla, más pueblo que barrio, vive amenazada por la especulación urbana, bajo la inminencia del desalojo y del problemático realojamiento. Ni los jóvenes, que aún merodean por las tabernas y plazas de la zona; ni los viejos, encerrados en sus casas, casas humildes pero hechas a la medida del hombre, con sus patios que alegran parras, rosales y acacias, quieren abandonar su territorio arduamente conquistado, y aún menos dejarlo por cuatro perras y un posible piso en no se sabe dónde. Los buitres acechan. En el bar de Félix, un joven parroquiano dice que los invasores son pacientes y esperan a que se mueran los ancianos pobladores, atrincherados en sus viviendas o realojados en barracones prefabricados que desafían toda provisionalidad con el paso de los años.

Como en el Viejo Oeste, en La Ventilla se ha descubierto oro, oro en el suelo edificable, una veta que tienta la codicia de todos. A este barrio le llaman Triángulo de Oro. Oro entre el barro, el ladrillo y las planchas de aglomerado de los chamizos engañosamente provisionales, donde los últimos resistentes esperan justicia y se cuecen a fuego lento en los veranos tórridos. Hay por aquí una calle que se llama Mártires de la Ventilla, pero esos mártires lo fueron de otra guerra; algunos generales segundones de la incivil contienda fueron también aquí recompensados con sus placas, que rompen con sus bélicos nombres la toponimia pacífica y vegetal de calles como la de las Magnolias, del Cañaveral o del Ailanto.

Los vecinos afectados se encierran en las iglesias y se manifiestan en las vías de un Madrid soberbio que les da la espalda y les oculta el sol con sus orgullosas torres y murallas. Sobre el terreno, los pobladores trazan líneas imaginarias, indicando por dónde se abrirán las nuevas avenidas y qué bloques y qué viviendas desaparecerán en el nuevo trazado, cuando culminen su paciente labor de zapa los invasores. En La Ventilla conviven casas bajas y edificios de pisos de diferentes épocas, bloques construidos de cualquier manera en los años de la posguerra y edificios de ladrillo de factura más moderna.

La plaza Norte, que abre sus lóbregos soportales frente a un inesperado pinar, está condenada a desaparecer muy pronto en aras de la remodelación. Es una plaza inhóspita e insólita por la que pululan, como almas en pena, toxicómanos residuales e ínfimos camellos, integrados en el paisaje y en el paisanaje. Buena gente dentro de su ruina, inofensivos y pacíficos, en opinión de la admirable y amable anfitriona del único bar que sobrevive entre la decadencia del entorno.

La Ventilla no se resigna a perder su status, su autonomía de barrio popular y personalísimo, su distinción obrera y menestral que emerge en la multiplicidad de sus tabernas, en la pervivencia de sus pequeños comercios y en sus clubes y asociaciones culturales y recreativas, como la Unión Deportiva Cañaveral, emblemático y combativo club futbolístico veterano de cien campañas. En estos solares, hoy tan codiciados, dieron sus primeras patadas al balón reputados profesionales del esférico y ensayaron sus primeros esquemas tácticos entrenadores de prestigio. Gay, jugador del Real Zaragoza, oriundo de estos pagos, y Luis Aragonés, madrileño de pro y actualmente preparador del Sevilla CF, son nombres que citan los forofos del barrio.

Las clientas de la frutería de Amparo no van a rendirse sin condiciones frente a la voracidad de los depredadores urbanos, cuyas dentelladas han hecho sensible mella en estos contornos. Quieren sus viviendas y las quieren aquí, se niegan a dejar sus lares y a dispersarse en las impersonales fronteras del ente acromegálico y anónimo del Gran Madrid. Promesas incumplidas, ofertas engañosas y piadosas mentiras han saturado los oídos de los pobladores del barrio durante décadas y les han llevado al escepticismo y a la ironía, haciéndoles, de paso y por imperiosas razones, expertos en el mercado inmobiliario, al tanto de la cotización del metro cuadrado edificado o sin edificar.

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El único tesoro, el oro negro de La Ventilla, fue, en los años difíciles de posguerra, la carbonilla que soltaba el ferrocarril y que recuperaban y reciclaban los animosos y necesitados habitantes de la zona, gentes que estuvieron a las duras y no están dispuestos a pasar las maduras, a dejar el campo expedito en manos de los invasores inmobiliarios, por muy nobles que sean sus coartadas urbanísticas. Para trazar nuevas avenidas, para hacer y deshacer, remodelar y diseñar nuevos proyectos sobre el mapa, hay que contar, es verdaderamente justo y necesario, con los vecinos del barrio y sus bien adquiridos derechos.

Madrid es testigo, y sus gobernantes cómplices, de mil infames trasiegos, expolios y destierros en sus mudables fronteras. Nada se respeta cuando aprietan las urgencias expansionistas y especulativas. Pero La Ventilla no es un poblado marginal, no es un asentamiento espurio levantado anteayer, no es campamento provisional, ni conglomerado de chabolas. La Ventilla es un barrio fetén, un barrio obrero, humilde y orgulloso, enraizado e insumiso, que enarbola la bandera del no pasarán. Y, si pasan, no están los tiempos para resistencias numantinas, será respetando derechos adquiridos, indemnizando con algo más que una limosna.

A espaldas de las babélicas torres de KIO, en un barracón prefabricado y supuestamente efímero, Helena, con hache, una de las más jóvenes habitantes del barrio, ultima sobre el teclado de un ordenador su proyecto de una revista local que piensa difundir entre sus vecinos y sus compañeros de colegio. Se llamará El Castillo, porque La Ventilla no se rinde.

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