_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Haiti-la muerte

Mario Vargas Llosa

No hay en el hemisferio occidental, y acaso en el mundo, caso más trágico que el de Haití. Es el más pobre y atrasado de los países del Continente y en su historia se suceden dictaduras sanguinarias, tiranos corrompidos y crueles, y matanzas e iniquidades que parecen urdidas por una imaginación perversa y apocalíptica. Ahora que por América Latina circula un aire de progreso y de optimismo con la consolidación de regímenes democráticos y reformas económicas que atraen hacia la región un vasto flujo de inversiones, Haití sigue hundiéndose en el salvajismo político y en una miseria sobrecogedora.¿Quién tiene la culpa de este sombrío destino haitiano? No faltan politólogos y sociólogos que explican el fenómeno con el argumento cultural: el Vudú y otras creencias y prácticas sincretistas de origen africano, firmemente arraigadas en la población campesina del, país, constituirían un obstáculo insalvable para su modernización política y económica y harían a los haitianos fáciles presas de la manipulación de cualquier demagogo nacionalista, víctimas propicias de los caudillos siempre listos a justificar su permanencia en el poder como garantes de lo que Papá Doc llamaba "el haitianismo" o "el negrismo".

Y, sin embargo, cuando se echa aunque sea una rápida ojeada a la historia moderna de Haití, se vislumbra, como una corriente de agua clara discurriendo entre las hecatombes y carnicerías cotidianas, una constante esperanzadora: cada vez que tuvo ocasión de expresar lo que quería en comicios más o menos limpios, ese pueblo de analfabetos y miserables eligió bien, votó a favor de quienes parecían representar la opción más justa y más honrada y en contra de los verdugos, corruptos y explotadores. Eso fue lo que ocurrió -aunque ahora aquello parezca una paradoja grotesca- en 1957, en las primeras elecciones de sufragio universal en la isla, luego de diecinueve años de ocupación norteamericana (1915-1934), cuando eligió, abrumadoramente, a quien parecía un médico honrado e idealista -Frangois Duvalier- y defensor de los derechos de la mayoría negra (90% de la población) en contra de la minoría mulata, poseedora entonces de la riqueza, el poder político y cómplice descarada de la intervención colonial. Nadie podía sospechar, en ese momento que se creyó el umbral de una nueva era de progreso para Haití, que el señor Duvalier se transformaría en poco tiempo en el vesánico Papá Doc, es decir en una versión rediviva de sus admirados modelos en desafueros despóticos: Dessalines y Christophe.

Pero ha sido sobre todo luego de la caída de la dinastía duvalierista (aunque no de las estructuras militares, policiales y gansteriles que la sostenían) cuando se ha visto a la inmensa mayoría de haitianos enviar señales inequívocas, al mundo entero, de su voluntad de vivir en paz, dentro de un régimen de libertad y de legalidad. Éste es el sentido profundo de la gestación del movimiento Se Lavalas, desde los estratos más marginados y huérfanos de la sociedad haitiana, que, a partir de 1986, impondría una irresistible dinámica democratizadora en todo el país.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Esta movilización popular, de campesinos, obreros, artesanos y desocupados, fue una gesta cívica admirable, de contornos épicos, que, no lo olvidemos, se hizo en las condiciones más adversas, desafiando una implacable represión militar y a las bandas criminales del antiguo régimen que no habían sido casi afectadas por la remoción de Baby Doc. Pese a los asesinatos y a los escarmientos preventivos -incendios, bombardeos, secuestros, torturas, en los barrios y aldeas más pobres- los haitianos acudieron en masa a inscribirse en los padrones electorales y aprobaron por aplastante mayoría la nueva Constitución en el referéndum del 3 de marzo de 1987. Y, en las elecciones más concurridas y más pulcras de la historia de Haití, las del 29 de noviembre de 1990, eligieron presidente a Jean-Bertrand Aristide por una mayoría plebiscitaria: el 67 por ciento de los votos.

Conviene recordar que fue este movimiento cívico de base el que, en cierta forma, curó de sus veleidades revolucionarias al carismático ex-curita salesiano e hizo de él un demócrata. Hasta aquel referéndum, entre escapadas milagrosas de atentados y querellas con la jerarquía católica, el Padre Aristide predicaba la acción directa -la revolución- y se mostraba totalmente escéptico sobre la vía pacífica y democrática para reformar el país. Aquella movilización cívica que hizo de Se Lavalas una formidable fuerza política con arraigo en todo el territorio y que levantó como la espuma las ilusiones de cambio pacífico de todo un pueblo, lo convenció de las posibilidades de la democracia -de la ley- para llevar a cabo la transformación radical con que encandilaba a los oyentes de sus sermones.

Pese a todo lo que se ha dicho -y la verdad es que los ataques injustos y las calumnias han llovido sobre él desde que fue defenestrado- el Presidente Aristide respetó la legalidad democrática, y trató de acabar con la corrupción, el crimen político, las mafias del narcotráfico, los privilegios económicos y la explotación del campesino, siguiendo los mecanismos dictados por la Constitución. Fue la amplitud reformista de estos cambios, y no los excesos y desórdenes populares -que también los hubo- de los primeros meses de su gobierno, lo que desató contra él la conspiración de los militares y de la élite plutocrática, que culminó en el golpe de Estado de septiembre de 1991 que llevó al poder al general Raoul Cédras.

Lo que ha ocurrido desde entonces en Haití debería llenar de remordimiento y de vergüenza a todos los países democráticos del Occidente, y en especial a Estados Unidos, en cuyas manos ha estado, con un poco de buena voluntad y decisión, poner fin a las operaciones de verdadero genocidio con que la dictadura militar trata de sofocar la resistencia de los haitianos. Es dificil entender la lógica que permitió al Gobierno norteamericano enviar a los marines a Granada y Panamá, alegando que había allí unas tiranías peligrosas para el hemisferio, y, en cambio, retirar a los mismos marines cuando iban a desembarcar en Haití para garantizar el acuerdo de Governors Island, patrocinado por las Naciones Unidas y firmado por Aristide y por Cédras, porque un puñado de matones de la dictadura apedrearon el barco en que llegaban. Hay en esto una asimetría y una incoherencia peligrosas como precedente para los futuros golpistas del continente.

Ni siquiera el argumento de la complicidad con las mafías de la droga de Noriega que sirvió de coartada para la invasión de Panamá vale en este caso. Pues todo el mundo sabe -y todos los informes sobre la situación de Haití lo corroboran- que una de las razones principales para el golpe de Cédras fue preservar el monopolio del narcotráfico que los militares haitianos detentan -y que, por lo demás, es su principal fuente de ingresos-, y que extrae todas sus ganancias de la intermediación en el tránsito (le la cocaína colombiana a los Estados Unidos.

Naturalmente que una intervención armada no puede ser unilateral y que ella siempre implica riesgos gravísimos, que deben ser muy cuidadosamente sopesados. Pero si hay un solo caso hoy día en el mundo en el que las Naciones Unidas pueden y deben considerar este recurso extremo para poner fin a los crímenes contra la humanidad que viene cometiendo una tiranía criminal contra un pueblo indefenso, es el de Haití. Lo que allí ocurre es difícil de describir, porque los testimonios van más allá del realismo y de lo verosímil y trascienden incluso los horrores mágico-po

Pasa a la página siguiente

Haiti-la muerte

Copyright. Mario Vargas Llosa, 1994.Copyright. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1994.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_