El verbo se hace carne
Casi no me atrevo, la verdad, a ir al Reina Sofía para ver la exposición de Lucien Freud sobre el cuerpo. He contemplado aquí y allá fotos de sus desnudos y temo que el encuentro con sus cuadros podría ser decisivo en mi existencia. A Freud, Lucien, le obsesiona el cuerpo como obsesionan las islas a los buscadores de tesoros. De manera que no hace otra cosa que hurgar con sus pinceles en los cuerpos a ver si en una de ésas da con una respuesta esencial enterrada bajo los pliegues de la carne.Lucien repite, cuadro tras cuadro, la anatomía corporal con la misma devoción con que el creyente repite el nombre de Dios; quizá también con semejante objeto: que en algún punto de la letanía el verbo se haga carne y uno mismo se convierta en la divinidad que nombra. Digo yo que quizá Lucien Freud pretende, como todos, convertirse en un cuerpo. Ya sé que tiene un cuerpo, igual que usted y que yo, pero es probable que no haya acabado de creérselo. Los únicos que creen en su cuerpo son los místicos: por eso se permiten el lujo de negarle todos los placeres. El resto vivimos la dolorosa contradicción de saber que el cuerpo, al tiempo de ser el único territorio real, constituye la gran alucinación de la existencia. Sólo una alucinación es capaz de hacernos temblar como los pechos de la amada; sólo en las alucinaciones se alcanzan los bordes del placer al que conducen los labios y las demás rendijas de la carne.
No creemos, por tanto, en nuestro cuerpo: tenemos jaquecas para certificar su existencia, y nos hacemos operar del apéndice para comprobar, asombrados, que de nuestras entrañas salen cosas reales, tangibles; no importan que sean repugnantes si demuestran que somos algo más que una apariencia. Y fumamos para que el cuerpo del cigarro pase a engrosar el nuestro. Y tomamos pastillas para eso también, porque las pastillas son un cuerpo, lo mismo que las hostias, que contienen el cuerpo de Cristo. O sea, que comulgamos porque la sed de cuerpo es insaciable. Una vez que se ha intuido lo que podría ser un cuerpo real, no el que tenemos, ya no podemos vivir sin él. Por eso consumimos cuerpos todo el rato, de ternera o de pez, da igual, el caso es no parar de introducir cuerpos en el cuerpo para ver si el exceso convierte en real lo que percibimos como imaginario. Y por eso también todas las manifestaciones culturales se articulan en torno a un cuerpo, ya sea el de la ley o el del delito, o el cuerpo de guardia, da lo mismo, o el insepulto o el presente, o el cuerpo místico, que no hay quien se lo crea. El caso es que todo evoque aquello de lo que carecemos. Por eso también nos vuelven locos los dinosaurios, porque sospechamos ingenuamente que un cuerpo tan grande como el de estos animales no puede ser un espejismo.
Leonardo, mientras sus contemporáneos dormían, abría con su segundo pincel, el escalpelo, los cuerpos de los muertos para estudiar sus músculos. En realidad, es que no podía creerse que estuvieran llenos de músculos por dentro. Y era arquitecto y escultor, además de pintor, porque los edificios y las estatuas reproducen la idea del cuerpo. Lucien Freud se pinta a sí mismo con la desesperación del que blasfema en la esperanza de que el insulto haga salir a Dios, al cuerpo, por algún lado. Y, si al ir a su exposición, te fijas bien por donde andas, verás que la plaza de Santa Isabel, donde está situado el Reina Sofía, evoca la anatomía de una víscera, porque se trata de una glándula que produce jugos artísticos destinados a facilitar la digestión de realidad que se lleva a cabo en el estómago de Atocha. Y es que, para cuerpo, el de Madrid, y el de esa zona: no sabe uno si va por la calle o por el interior de una vena.
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