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Pudo pasar a la historia y acabó arrastrado por la corrupción interna

Antonio Caño

Richard Nixon definió una vez a un rival con las cualidades que seguramente encontraba en sí mismo: "Es un tipo inteligente, duro y tortuoso, todo lo que necesita un buen líder político".El 37º presidente de Estados Unidos desaparece con el honor que merece una figura excepcional de la política norteamericana, rehabilitado en su propio país, sin duda, como el de más talla de los ex jefes de Estado que quedaban vivos, y respetado en el mundo como un estadista de visión universal que buscó las raíces en sus admirados Winston Churchill y Charles de Gaulle. Pero, pese a su enorme esfuerzo de los últimos 20 años, Richard Nixon no entrará en la historia por esas razones, sino como un ejemplo del poder de las sociedades democráticas para imponer su voluntad sobre las ambiciones de sus dirigentes.

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Nixon sabía que su nombre estaría eternamente ligado al escándalo que acabó con su presidencia en 1974. De hecho, él mismo solía llamarse "el hombre del Watergate" en sus infrecuentes golpes de humor. Pero nunca lo aceptó en realidad. Dicen que su esposa Pat, que murió de cáncer el año pasado, sufrió una embolia después de leer The Final Days, el famoso libro de Bob Woodward y Carl Bernstein. Y que él mismo cambió su contrato telefónico a MCI cuando supo que ATT iba a patrocinar en 1989 una serie sobre Watergate para la ABC. Tardó tres años en volver a hacer declaraciones a esa cadena de televisión. Tiempo después del caso destapado por The Washington Post, Nixon se encontró casualmente en unas vacaciones en la misma playa de Saint Martin con el ex director de ese diario, Benjamin Bradlee, y el presidente nadaba millas cada día alrededor del periodista para evitar encontrarse con él cara a cara. El dolor del Watergate, el rencor a quienes le atacaron y la frustración por verse apeado de su sueño de gloria le persiguieron hasta su muerte.

La carrera de Richard Nixon tiene mucho que enseñar a aquellos dirigentes que conciben su ejercicio limitado al estrecho mundo de los intereses coyunturales, pero es más valiosa aún para los políticos que, cegados por su propia grandeza, desestiman el papel de otros más modestos portavoces de los ciudadanos.

A finales de enero de 1973, un Nixon recién reelegido por abrumadora mayoría planificaba su futuro de una manera bien distinta a lo que encontraría apenas dos meses después. El presidente había pensado ya en John Connally, su secretario del Tesoro y ex gobernador de Tejas, como su sucesor en la Casa Blanca, y había dado instrucciones a uno de sus principales asesores, John Ehrlichman, para crear la Nixon Foundation, que debía ser la plataforma de trabajo del presidente tras su retirada. Nixon era entonces la imagen del poder: acababa de firmar en París el final de la guerra de Vietnam, había sido, en febrero de 1972, el primer presidente norteamericano en viajar a China para acabar con el aislamiento de esa nación asiática -que a partir de ese momento sería clave en un nuevo equilibrio mundial- y, en mayo de 1972, había inaugurado la era de la distensión con Rusia en un viaje a Moscú, donde se entrevistó con Leonid Breznev. En el inicio de su quinto año en la Casa Blanca, Nixon había empezado por fin a disfrutar del triunfo que tantas veces le había sido esquivo a lo largo de su carrera. Duró poco. La presión del Watergate, que comenzó a mellar su actividad unos meses más tarde, acabaría por obligarle a renunciar y mandarle al exilio en San Clemente (California) el 9 de agosto de 1974.

Fue un final propio de un hombre que había aceptado el riesgo como un ingrediente ineludible de la gloria. En el final de la película que se exhibe sobre su vida en la Biblioteca de Nixon en Yorba Linda (California), la ciudad en la que nació el 9 de enero de 1913, el propio presidente aparece en pantalla para ofrecer a los jóvenes el siguiente mensaje: "Nunca, nunca se rindan. Si no toman riesgos, no sufrirán derrotas. Pero si no toman riesgos no obtendrán victorias".

Richard Nixon no se rindió jamás. En 1952 estuvo a punto de perder su primera oportunidad de un gran cargo público, el de vicepresidente con Dwight Eisenhower, cuando se desató contra él una gran campaña por el supuesto apoyo recibido de importantes banqueros. Cuando su cabeza se daba ya por caída, reaccionó con una intervención en televisión que le salvó in extremis. En 1960 fue derrotado por un joven e inexperto John Kennedy en unas elecciones presidenciales en las que partió como claro favorito Volvió a probar suerte dos años después para el puesto de gobernador de California y fue también derrotado. Lejos de replegarse, Nixon dejó la costa Oeste y se trasladó a Nueva York para volver al combate y ganar por fin las elecciones presidenciales de 1968. En febrero de 1980, después de seis años de reclusión voluntaria, volvería a dejar California para luchar de nuevo en la ciudad de los rascacielos, no por la presidencia, sino por su rehabilitación. Este camino no fue más fácil.

Pasarían cuatro años hasta que, en mayo de 1984, Nixon hizo su reaparición en Washington en un discurso sobre política exterior ante la Asociación Nacional de Editores de Periódicos. El columnista del New York Times Anthony Lewis se quejó de la frágil memoria del país acerca de "un hombre que ha cometido tales ofensas contra la decencia". Pero el semanario Newsweek, cuya propietaria es la misma del Washington Post, dedicó en 1986 su portada al ex presidente con el título: "Ha vuelto: la rehabilitación de Richard Nixon".

Su arrogancia era demasiada para buscar un acercamiento a los hombres que le sucedieron en la presidencia. Todos, desde Gerald Ford a George Bush, lo trataron Pon recelo y distancia, pese a que el primero le otorgó el perdón del Estado y Bush le ofreció públicamente la definitiva rehabilitación del establishment al aparecer junto a él en una ceremonia en Washington en 1992. Nixon se sintió siempre más presidente que los respectivos inquilinos de la Casa Blanca. A Ford le perjudicó con un viaje a China en 1976, que puso a Nixon de actualidad cuando su sucesor republicano menos lo necesitaba, en plena campaña electoral. A Carter lo despreció por su "debilidad" en política exterior. De Reagan, de quien más cerca se sentía ideológicamente, gustaba contar que "habla hora y media para no decir nada". Con Bush no tuvo escrúpulos en disentir públicamente de su política hacia Rusia cuando la imagen del entonces presidente empezaba a deteriorarse.

Richard Nixon no fue hombre de trato fácil. Henry Kissinger recuerda en sus memorias las reacciones impulsivas del presidente que ponían a temblar la Casa Blanca. Como aquella en la que pidió a gritos que, de una vez por todas, hicieran algo, lo que fuese necesario, para evitar que Salvador Allende llegara a la presidencia de Chile. Pero, fundamentalmente, Kissinger describe a Nixon como un personaje de "impenetrable soledad". "Estaba solo incluso en su momento de triunfo, sobre el pináculo que pronto se convertiría en precipicio", dice el célebre conductor de la diplomacia norteamericana en los más difíciles años de la guerra fría.

Ideológicamente, Richard Nixon evolucionó desde el duro derechista anticomunista que fue durante su etapa en el Senado en los cincuenta hasta el moderado centrista que pareció ser cuando un republicano más conservador, Ronald Reagan, llegó al poder. Nixon no aceptaba, sin embargo, la definición de moderado, porque, según explicaba, ese concepto sugiere "que uno no cree en nada, que solamente crees en aquello que funciona, y yo no pienso así. Yo pienso que hay que tener principios y hay que hacerlos funcionar". Nixon prefería definirse como "republicano progresista".

Nixon sabía que uno de sus problemas era de imagen. Desde que en su famoso debate televisado con John Kennedy se le dio por perdedor debido en parte al rostro demacrado y mal afeitado con que apareció en la pantalla, Nixon comprendió la importancia de su imagen pública. Entre las personas que trabajaron con el presidente en esa faceta se encontraba, precisamente, David Gergen, el hombre a quien Bill Clinton acudió casi 30 años después también para cuidar la comunicación entre la Casa Blanca y los votantes. No fue gran amigo de entrevistas y reuniones con periodistas. Cuando otra conservadora de gran reputación, Jeane Kirkpatrick, se convirtió en una personalidad de la Administración Reagan, Nixon le dio el siguiente consejo: "No aceptes todas las invitaciones ni respondas a todas las llamadas de la prensa. Reserva tus comentarios para cuando tengas algo importante que decir y verás el clamor que levantan tus opiniones".

Persona de pocos amigos íntimos -si se descartan algunos millonarios europeos, con los que Nixon solía compartir en los últimos años algunos viajes de placer-, el ex presidente fallecido empleó los últimos años en pronunciar discursos y preparar libros desde su casa de New Jersey, la más modesta que tuvo en toda su vida.

Con su muerte, se acaba su batalla por tratar de demostrar que era más limpio y honesto que nadie, pero Richard Nixon no descansará en paz hasta que algún día se cumpla su más anhelado propósito: que Watergate sea sólo un pie de página en la historia de Estados Unidos.

Desaparece una figura política excepcional, rehabilitado en su propio país y respetado en el mundo

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