La prueba de Colosio
LO QUE muchos califican de fin del antiguo régimen en México no cesa de desarrollarse en un contexto sumamente accidentado. Parece como si la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, suscrito por México, Estados Unidos y Canadá, y presunta pieza clave en la modernización del país, hubiera sido el pistoletazo de salida para todo tipo de siniestros. Primero, la insurrección zapatista en enero -hoy adormecida, pero lejos de una solución política duradera-, y, hace dos semanas, el asesinato en Tijuana del candidato presidencial del partido gobernante, PRI, Luis Donaldo Colosio, son buena prueba de ello.Sin necesidad de apuntarse a ninguna teoría conspirativa de la historia cabe convenir en que un rosario de casualidades es aún explicación más pobre de lo que está sucediendo. Por ello no parecerá aventurado presumir que no todo el mundo está de acuerdo en que México se convierta en una democracia plena, como corresponde a la apuesta del presidente Salinas de Gortari para una auténtica integración de su país en el mundo occidental.
El asesinato de Colosio no se puede ya presentar como la obra de un perturbado, la acción de un asocial que sólo buscaba sus 15 minutos de celebridad, como decía Warhol en previsión de futuras histerias ciudadanas. Conspiración parece claro que la ha habido en la medida en que destacados miembros del equipo que debía velar, precisamente, por la seguridad de Colosio están verosímilmente acusados de orquestar las circunstancias en que se cometió el asesinato. Y por eso, justamente, la solución que las autoridades sepan darle al problema será todo un paradigma de la capacidad modemizadora del Estado mexicano a fin del siglo XX.
Si hay implicaciones externas en el crimen, si las ramificaciones del caso se hunden en las propias instancias del partido gobernante, que es como decir del Estado, el Partido Revolucionario Institucional y la Administración del presidente Salinas deberán demostrar que son capaces de llegar hasta el final de la trama, de disipar toda sospecha de que hay más que reservas mentales a ese proceso modernizador, y de barrer las fuerzas que puedan estar implicadas en una operación de minado del futuro.
No todos los datos son, sin embargo, absolutamente favorables. El fiscal encargado de la investigación, Miguel Montes, es un veterano routier del PRI, y aunque eso no le descalifique frontalmente -¿quién en México no ha tenido que ver con el PRI en un momento u otro de su vida?-, en este caso las apariencias son tan importantes como las consecuencias.
En agosto, México deberá tener un nuevo presidente, y la forma en que se produzca la elección, probablemente paralela a la investigación del caso, que difícilmente habrá concluido para entonces, habrá de ser el punto de inflexión para el nacimiento de ese nuevo México del que nos hablan los eslóganes políticos.
Si el nuevo candidato, Ernesto Zedillo y Ponce de León, vence con el más mínimo margen de duda en materia de limpieza electoral; si es razonable suponer que se haya impedido la victoria de alguno de los candidatos rivales, y, notablemente, del representante de la izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas, sabremos que seguimos tratando con el poder de siempre, con el que ha dado estabilidad, pero también falsificación del proceso político a un pueblo mexicano del que no cabe poner en duda su capacidad para decidir por sí solo sus destinos.
La investigación del asesinato de Colosio y la suerte electoral se unen, así, en una sola prueba de fuego para que sepamos dónde nos hallamos. En las puertas del siglo XXI o chapoteando en la superchería habitual. La batalla ha comenzado a librarse ya hace algún tiempo. Pero sus resultados no pueden demorarse mucho. Este verano saldremos de dudas.
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