El gato

Recuerdo aquella Semana Santa en París. Unos amigos franceses querían ir de vacaciones a Sevilla y me cedieron su casa situada en el Faubourg de Saint Honoré. A cambio yo sólo tenía que darle de comer a su gato. La casa de estos señores era más bien una mansión que contenía cuadros de Chagall, de Monet, de Pissarro y de Utrillo en medio de los cuales el gato paseaba su artritis con suma elegancia. Me encontraba solo en aquel caserón y París también se iba despoblando a medida que avanzaban las fiestas. Imaginaba a los dueños del gato en Sevilla. Ante sus ojos pasmados pasarían las procesiones con Vírgenes cargadas de joyas y de lágrimas y los nazarenos con capirotes de seda arrastrarían las cadenas dándose latigazos entre imágenes de Cristos agonizantes que tendrían forzosamente que resucitar al tercer día. El gato comenzó a maullar de forma extraña el miércoles santo. No obstante aún tomó la leche con toda normalidad esta vez. Por las calles de París absolutamente vacías me paseaba en busca de museos cada vez más inútiles y herméticos. Vistas ya todas las exposiciones de pintura ahora me dedicaba a contemplar porcelanas del XVIII, uniformes militares del Segundo Imperio, maquetas de fortificaciones y alcantarillas en tiempos de Luis XV. En el sur sonarían las trompetas bajo la luna llena. El jueves santo el gato se puso muy enfermo. Se tumbó en el sofá debajo de un violinista volador de Chagall y ya no se movió. París estaba deshabitado. Pasé velando la agonía del gato durante la noche entera sin saber a quién llamar. A veces el gato daba maullidos casi humanos llamando a sus dueños que en ese momento verían avanzar una Dolorosa cubierta de flores carnosas. El viernes santo exhaló el gato su último suspiro y yo pensé en guardarlo en la nevera, pero al final tuve que darle sepultura dentro de una maceta donde crecía un ficus. Cuando regresaron los dueños, Dios ya había resucitado en el sur. El gato en París no lo había hecho todavía y yo me sentía a la vez víctima y culpable.
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