El prestigio de la fiebre
Lafiebre del heno está absolutamente desprestigiada porque por lo general no da fiebre; además, suena a cosa rural. Sin embargo, en el campo no la padecen, la padecemos aquí, en Madrid. Por lo visto, en las entretelas del cemento crece una planta de apariencia inofensiva que al florecer llena el aire de corpúsculos invisibles que nos matan. Y es que no hay cosa más parecida a estar muerto que estar acatarrado. El cuerpo se convierte en un mero continente de reacciones químicas; desaparecen de él las pasiones, el pensamiento, los proyectos. Un cuerpo acatarrado es un laboratorio móvil del que no salen más que estornudos y mocos.Mientras la vida florece por doquier, el alérgico siente que le abandonan las fuerzas, que la realidad se aleja de él. Todo, desde esa situación, parece una estupidez, a excepción de los inhaladores y los desenfrioles. Hay gente que tiene suerte y junto al catarro de nariz sufre un ataque de fiebre. La fiebre es estupenda porque justifica que lo abandones todo y te metas en la cama. A partir de los 38,5º desaparece, junto al, pensamiento, las pasiones y los proyectos, el reflejo de la responsabilidad. Resulta curioso, porque la responsabilidad es también una de las últimas cosas de las que se desprenden los moribundos. He leído mucho sobre el asunto y parece que hay gente en situación terminal que no se muere hasta que su jefe, su mujer o sus hijos no se lo autorizan. Lo que más tortura al moribundo es el miedo a los papeles que se han quedado sin resolver en la oficina o la burocracia de la pensión que ha de heredar su viuda, o quizá su viudo, pero también que los hijos no hayan acabado los estudios. Por eso tardan tanto en morirse, por eso y por los tubos. Lo mejor que se le puede decir a un moribundo es que no se preocupe, que los papeles están en orden. Si se trata de un tipo obsesivo conviene jurarle que nos encargaremos de cerrar el gas antes de acostarnos. A un obsesivo le aseguras que el gas no se va a quedar abierto ninguna noche y se muere tan tranquilo.
Pues la fiebre produce un efecto parecido a la autorización del jefe o la familia. Conocí a un tipo muy disciplinado que nos llenaba la oficina de mocos todas las primaveras. Nos hartábamos de pedirle que se fuera a la cama, entre otras cosas porque teníamos miedo al contagio, pero él decía que no, que no tenía fiebre, y que entre estornudo y estornudo algún papel iba sacando adelante. Un día, a media mañana, le subió la temperatura y, aunque intentaba disimular, todos veíamos que no cabía en sí de gozo. Sacó un termómetro de ese bolsillo de la chaqueta en el que otros -generalmente los calvos- llevan un peine, se lo metió en la boca, y cuando comprobó que tenía 38,5º se levantó y nos mandó a todos a la mierda.
-Me voy a la cama -dijo- Tengo fiebre.
Yo creo que el prestigio de la fiebre lo han introducido los médicos de la Seguridad Social. En la SS no te dan la baja laboral, aunque te estés muriendo, si no eres capaz de demostrar la fiebre. Las orugas, que también nos han atacado con saña esta primavera, no dan fiebre: te inflaman un poco y te llenan el cuerpo de picores, pero no dan fiebre. Con lo del heno tienes más posibilidades. O sea, que a las orugas ni las mires.
Si formas parte de ese 14% de madrileños que durante esta época se convierten en laboratorios ambulantes, intenta consolarte pensando que eres una metáfora de tu ciudad. Madrid, bien visto, no es más que un receptáculo de reacciones químicas imprevisibles, pero hace tiempo que carece de pasiones, de proyectos: los mocos no dejan espacio para nada.
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