Desmantelar o no tocar nada
JORGE SEVILLA SEGURA Los objetivos del Estado del bienestar son socialmente deseables, aunque sin petrificarlos porque hay que tener en cuenta que las circunstancias han cambiado, según el autor.
Lo que en Europa hemos llamado Estado del bienestar tiene relación con el modelo de producción, pero también, y sobre todo, con el modelo político de sociedad instaurado tras la II Guerra Mundial, en base a una especie de consenso entre izquierda y derecha en torno a algunos objetivos básicos: reducir y eliminar en lo posible la pobreza; mitigar a través de la actuación del Estado las incertidumbres económicas / vitales y la desprotección de los individuos frente a las mismas (salud, vejez, desempleo); garantizar algunos servicios (educación, vivienda ... ) como derechos básicos; redistribuir la renta y la riqueza como elemento de un crecimiento socialmente más justo, y corregir las ineficiencias del mercado en la asignación de los recursos económicos.Para conseguir estos objetivos se articula un entramado de instrumentos concretos -sistema fiscal progresivo; universalización de un conjunto de servicios y prestaciones sociales garantizados por el Estado; intervención reguladora del Estado en la economía- que tienen un sentido pleno en la medida en que sirven para alcanzar los fines u objetivos propuestos.
Estos instrumentos se pueden poner en práctica gracias a unas circunstancias históricas específicas: fuerte crecimiento económico con el Estado como agente activo del mismo; Estados nacionales con mercados muy cerrados e intercambios exteriores controlados; subdesarrollo de una parte del mundo o, lo que es lo mismo, poca competencia internacional, sobre todo en sectores industriales clásicos.
El modelo de Estado del bienestar queda así presidido por un amplio consenso sociopolítico en torno a unos objetivos, alcanzables mediante unos instrumentos concretos que son posibles gracias a unas circunstancias especiales.
Con el tiempo, y ya hablamos de décadas de experiencia y funcionamiento, las circunstancias que permitieron la puesta en marcha del Estado del bienestar han cambiado drásticamente: apertura de mercados e incremento de la competencia internacional, desaceleración de los ritmos de crecimiento económico y, sobre todo, una revolución científico-técnica que está cambiando los parámetros de ese mismo crecimiento en Europa.
También la experiencia de años de funcionamiento ha planteado problemas en cuanto a los instrumentos: así, se ha descubierto -y aceptado- que si el mercado tiene fallos, también los tiene el Estado, tanto en su gestión e intereses cuanto en su capacidad reguladora del ciclo económico; que el sistema fiscal clásico queda sustancialmente alterado no sólo por el volumen de fraude, sino por los efectos de la liberalización del mercado de capitales, que empuja a una especie de competencia internacional a la baja por captación de ahorro utilizando las exenciones fiscales a las rentas de capital, y que un sistema universalizado y gratuito de prestaciones sociales plantea problemas no sólo de gestión o de abuso, sino también de financiación cuando la economía no crece a tasas suficientes.
Hay quien ha llegado a decir, con fundamento, que el resultado no ha sido tanto una redistribución de renta de los ricos a los pobres cuanto un entramado de subvenciones cruzadas entre clases medias sin que se haya mitigado suficientemente la pobreza y la marginación, que era uno de sus objetivos básicos.
Hacer una reflexión seria sobre todo esto es urgente y forma parte no sólo del debate político en toda Europa, sino de las propias preocupaciones de los ciudadanos. Y debe hacerse entre dos posiciones extremas: la primera, la de quienes alegan que el cambio de circunstancias y los problemas surgidos con los instrumentos en realidad invalidan los objetivos perseguidos. Que el exceso de protección estatal diluye totalmente la responsabilidad de los individuos sobre sus propias circunstancias y la previsión adecuadas de los riesgos que ella comporta, así como que la acción redistribuidora y reguladora del Estado es perjudicial para el crecimiento económico tanto por su ineficiencia como por asfixiar al sector privado. Este enfoque, parecido al dicho clásico de echar al niño por el desagüe junto al agua sucia del baño, cuestiona al Estado del bienestar en su raíz, rompiendo el consenso político existente en torno a los objetivos sociales a alcanzar. La revolución conservadora del thatcherismo sería un claro exponente de una posición que, señalando problemas reales, simplifica la respuesta eliminando el problema mismo en vez de buscar otra solución.
La segunda posición extrema es la de aquellos que niegan el problema y fascinados por los instrumentos desarrollados se quedan prendidos en los mismos, a semejanza de aquellos prisioneros ingleses obligados por los japoneses a construir un puente sobre el río Kuait para uso militar, que se identificaron tanto con dicho puente que olvidaron el contexto de la guerra y lo defendieron cuando las tropas aliadas pretendían destruirlo para infligir un castigo al enemigo.
Demasiada gente ha olvidado que los mecanismos concretos que se identifican con el Estado del bienestar son instrumentos para conseguir unos fines. Y que si la experiencia demuestra que no o han conseguido, o que su uso plantea problemas adicionales no previstos, revisarlos, cambiarlos o sustituirlos -como el puente- no sólo a contra el objetivo -ganar la guerra-, sino que se convierte en el único modo de conseguirlo.
Entre esas dos poiciones se plantea el verdadero debate: cómo conseguir -en el mundo de hoy, con las circunstancias de hoy y la experiencia sobre los problemas, fallos y logros del sistema rnontado- una reducción / eliminación de la marginación y la pobreza, una mitigación de las incertidumbres económico-vitales y la desprotección frente a las mismas y una garantía de derechos mínimos como ciudadanos (educación, acceso a la vivienda, seguridad ... ).
Los problemas existen y la evidencia acumulada sobre las desviaciones del Estado del bienestar respecto a sus objetivos y principios originados es de tal magnitud que seguir defendiéndolo en su configuración actual e inalterable en nombre de aquellos objetivos y principios es poco menos que imposible.
Si queremos mantener y redefinir los objetivos y principios del Estado del bienestar hay que revisar drásticamente los procedimientos a la luz de la experiencia y sin miedo a coincidir parcialmente en ello con la revolución conservadora, pues ésta, como hemos dicho, da soluciones equivocadas, pero a problemas reales que sí señala.
Para conseguir hoy los objetivos del Estado del bienestar hay que cambiar los instrumentos, incluida la actuación del Estado, y afectar a muchos de los privilegios actualmente existentes y asumidos por una gran parte de la sociedad como derechos. Muchos de ellos no los podemos mantener, pero aunque pudiéramos no los debemos mantener.
El núcleo de esta revisión debe hacerse a partir, en primer lugar, del binomio universalidad-gratuidad. No tanto en la discusión de los principios (ciertas garantías que se consideran derechos básicos de los ciudadanos), sino en dos cuestiones instrumentales de gran trascendencia: hasta dónde llega este derecho (cuál debe ser el nivel de satisfacción gratuita del mismo) y cuál debe ser la forma concreta mediante la que el Estado lo garantiza (hasta dónde directamente o cuándo a través del sector privado y, en ambos casos, con qué modelo de financiación).
El Estado debe garantizar un mínimo universal -definir ese mínimo es uno de los problemas- y permitir que el ciudadano recupere responsabilidad individual si quiere ir más allá de ese mínimo. Este planteamiento, llevado a la práctica, afecta radicalmente tanto al volumen y composición del gasto público como, consiguientemente, de los ingresos y la tributación. Ambos aspectos con tendencia clara a la reducción y, tal vez, alterando el actual patrón redistributivo.
El segundo punto de revisión debe pretender redirigir el Estado del bienestar hacia los más pobres -sin afectar a los nuevos derechos mínimos, pero sí graduando su acceso gratuito en función de la renta, por ejemplo-, que no es reconducirlo hacia el Estado de beneficencia.
En frase célebre, se caracterizó a la sociedad ideal como aquella en la que la relación individuo / sociedad estaba presidida por el pricipio "de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades". Permitir que los individuos puedan mejorar y ampliar sus capacidades y ajustarse mejor a las necesidades reales que no pueden satisfacer por sí mismos, puede ser una relectura, aceptable de tan insigne propósito. Y esto significa alterar el actual Estado del bienestar.
El tercer punto a revisar afecta más directamente a la sostenibilidad económico-financiera de esa garantía universal y gratuita de derechos, no sólo en situaciones de crisis económica -lo que afectará a la mayor o menor flexibilidad del sistema ante cambios coyunturales-, sino ante un nuevo modelo de crecimiento en un mercado abierto, competitivo y con inmigración que debe alterar radicalmente los antiguos patrones de conducta tanto de los agentes económicos como de los propios ciudadanos. Y en todos los casos, una revisión de los criterios de gestión, mejorando la eficiencia en la provisión -pública o privada- de esos derechos.
Mantener los objetivos del Estado del bienestar como socialmente deseables, sin petrificar o reverenciar hasta hacer intocables sus instrumentos concretos cuando todo ha cambiado, es el reto a resolver en un debate que puede estar definiendo el nuevo consenso (contrato social) para las próximas décadas.
es director del gabinete del ministro de Economía y Hacienda.
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