La posdemocracia en siete paradojas
El "impulso democrático" en el que el Gobierno ha logrado enredar a la oposición durante unos meses no parece que vaya a dar mucho de sí. Lo que es de lamentar, pero no tanto, porque su posible techo es muy bajo. La razón está en el carácter estructural de las disfunciones actuales del sistema democrático, derivadas de su inadecuación a la realidad de hoy. Inadecuación que ni los eventuales retoques españoles, ni siquiera la recomposición global de todo el paisaje político que está produciéndose en Italia, pueden subsanar. Inadecuación que da lugar a una situación ambigua y confusa, de la que nos han alertado, entre otros, dos jefes de Estado -Von Weiszaecker y Mario Soares- y que, siguiendo a Václav Havel, podemos calificar de posdemocrática. Acerquémonos a ella en siete contradicciones / paradojas.La democracia es hoy no sólo un régimen político que se ha impuesto de forma unánime y universal, sino también una concepción del mundo que a muchos les parece y, en cualquier caso, funciona como insuperable. Ni siquiera en una perspectiva utópica disponemos de propuestas para la convivencia política que no pasen por la democracia. La democracia pierde así su, dimensión instrumental y adquiere condición teleológica, convirtiéndose en su propio fin, un fin que es, además, el fin final. De tal modo que el horizonte democrático, sin posible más allá, transforma -primera paradoja- la condición emancipatoria y de progreso propia de la democracia en mecanismo de confinamiento, en instrumento de clausura. Esta democracia-cierre lleva el curso político a su término extremo, su advenimiento inmoviliza el discurrir histórico. Los posmodernos que nos predican el fin de la historia andan por esas ramas.
He escrito en otro lugar que, a partir de la Revolución Francesa, la extensión y enraizamiento de los derechos y libertades producen una profunda democratización de muchas pautas colectivas y de bastantes comportamientos sociales. Sin embargo, la generalización de los derechos políticos no lleva consigo una presencia más efectiva de los ciudadanos; al contrario, se traduce -segunda paradoja- en la extinción de muchas prácticas democráticas, en la ritualización del voto, en la oligocratización y sectarismo de los partidos, en la atonía ciudadana.
Estas disfunciones no son de ahora. Se advierten ya en los años cincuenta y, aunque no tengan la extensión e intensidad que luego irán adquiriendo, originan, a partir de entonces, una importante reflexión respecto de su etiología y de su terapia. El agotamiento de la democracia como sistema político sitúa la gobernabilidad en el corazón de la teoría democrática y genera una abundantísima bibliografía politológica, según la cual para salvar el sistema democrático es necesario rebajar el umbral de la participación y reforzar, en cambio, sus funciones de legitimación y control. Ahora bien, esta casi unánime coincidencia de los expertos en que el modelo democrático ya no puede funcionar no ha impedido -tercera paradoja- que el discurso de los líderes políticos occidentales siga recitando en todos los tonos su impracticable contenido doctrinal e incluso postule la necesidad de afinar y reforzar sus mecanismos habituales, es decir, recúrra a nuevos "impulsos democráticos".
En sociedades plurales y complejas como las nuestras, uno de los raseros más fiables para medir la efectividad de la democracia es la alternancia en el poder. Visto desde abajo, cuantas más oportunidades y medios tengan los ciudadanos para decidir el rumbo del Gobierno y para cambiar a sus gobernantes, más democrático será su régimen político. Desde arriba, la moral del éxito que rige los destinos de nuestra contemporaneidad es tan absoluta que los políticos sólo piensan en la conquista y conservación del poder, la cratología es su primer saber y la contienda electoral su actividad privilegiada. La convergencia de estas dos vigencias -la alternancia gobernante y el imperativo electoral- hace del plazo corto el soporte por excelencia del ejercicio democrático actual. Pero, al mismo tiempo, la ciencia social nos enseña -cuarta paradoja- que el único tiempo históricamente válido es el plazo largo, único capaz de operar transformaciones reales.
Una gran mayoría de tratadistas coincide en que la democracia moderna es indisociable, del Estado-nación, y que el contenido y características de éste encuentran su reflejo en aquélla. Ahora bien, si el modelo democrático en que vivimos corresponde esencialmente al Estado-nación, ¿cómo podemos consagrar su incuestionabilidad, cuando, al mismo tiempo -quinta paradoja-, ese Estado-nación es objeto de una amplísima descalificación, su descrédito, por ineficaz y opresivo., es general, se le desposee de su competencia territorial, tanto por exceso como por defecto, y su pérdida de legitimidad parece irrecuperable?
El pluralismo propio de la democracia y la neutralidad del Estado de derecho exigen la eliminación de todo criterio sustantivo en la formulación de las reglas del juego democrático. Esta exigencia es la garantía del tratamiento igual para todos, con independencia de las opciones religiosas, políticas y culturales de cada cual. Pero, a su vez, esta exigencia -sexta paradoja- instala la indeterminación axiológica en el cogollo mismo de la democracia y problematiza las razones de su superioridad.
Los derechos y libertades, de condición social privada, de condición social pública y los específicamente políticos, son requisito previo de todo ejercicio democrático. Por lo demás, los derechos humanos del la prim era y la segunda generación, incluso de los de la tercera, constituyen el logro político más indiscutible de los dos últimos siglos. Pero este gran avance ha llevado -séptima paradoja- a la ruptura de ese todo y a la mitificación de una de sus partes (las libertades de condición social-privada y social-pública, y los derechos humanos de la primera generación) en detrimento de la otra (libertades específicamente políticas y derechos humanos de la segunda y tercera generación), y además, y sobre todo, ha convertido lo que era el marco de la democracia en su único contenido efectivo.
La doble coartada conceptual de "que esas disfunciones son puramente coyunturales" y de que, en cualquier caso, "la democracia es el peor de los regímenes posibles, con exclusión de todos los demás", con la que vamos tirando hace 30 años, ha agotado su capacidad diversiva. Atribuir los quebrantos y perturbaciones en el funcionamiento de la democracia a causas -la voracidad de poder de los partidos, la corrupción de los políticos, el desinterés de los ciudadanos por la política, etcétera- que son, al contrario, efectos es equivocar la dirección. La causa básica está, como queda dicho, en la transformación radical de la realidad a la que respondía el modelo democrático -la del siglo XIX y primera mitad del XX- que lo hace impropio de la realidad actual.
Hay, pues, que dar la razón en su diagnóstico a los politólogos que sostienen que el dispositivo democrático de que disponemos no puede poner en práctica los valores que lo inspiran; pero negárselo, en cambio, es el remedio que proponen, consistente en suspender o reducir el ejercicio de los más esenciales. Hay, por el contrario, que reivindicar los principios democráticos en su conjunto, para desde esa reivindicación explorar las vías y modos de construir, en y para la realidad de hoy, un sistema político, con el nombre de democracia o con otro nuevo, capaz de devolverles su plena vigencia operativa.
es secretario general de la Agencia Europea para la Cultura.
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