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Sala de las Estrellas de 25.000 rosas

Los príncipes de Mónaco celebraron el Baile de la Rosa "Insólita"

Ya había fichado la primera hora del domingo de ayer en la historia del baile más prestigioso del mundo, el Baile de la Rosa monegasco, cuando el príncipe Alberto enlazaba a la princesa Alexandra de Grecia y rimaba los compases de la orquesta animada por la voz de la cantante americana Nina Simone. Justo delante de la pista, en la mesa principesca de la cena, su hermana, la princesa Carolina, más esbelta aún en su traje de noche de Chanel, negro con rosas rojas, escotado y liberador absoluto de su espalda, chismorreaba con Fany Ardant, la actriz francesa que fue la última esposa del desaparecido cineasta François Truffaut; esto era posible porque la princesa se escurría como una trucha por entre su padre, el príncipe Raniero, y el modista del abanico, de la coleta y de las gafas / antiparras negras, Karl Lagerfeld; los dos señores se contaban historias por detrás de la espalda de Carolina, y las dos damas le daban a la lengua estirándose levemente desde su silla y casi frotándose las narices; de vez en cuando mojaban los labios con champaña rosado Perrier Jouet Belle Époque de 1986. ¡Gloria!Los 800 privilegiados, peregrinos de Europa y América, gotha de la aristocracia y del dinero, asistentes a este baile -80.000 pesetas por barba-, que recoge fondos para la Fundación Princesa Grace (ayuda a gentes necesitadas y costea estudios culturales), apuraban la noche más romántica de los tiempos que corren. Antes de las nueve de la noche del sábado, Mónaco era el escenario deslumbrante iluminado por la la grandiosidad del hotel de París, complementada con la magia renovada del hotel Hermitage, cuajados los dos de duendes de lujo y de intuiciones gastronómicas escritas en los fogones por Alain Ducasse, el número uno, dicen algunos, del universo. El casino, la roca que da pie al palacio principesco, las aguamarinas relucientes y misteriosas, más los 5.000 monegascos y los 25.000 residentes en este paraíso de imaginaciones, y un tiempo que ni soñado: todo convergía en la sala de las Estrellas del Monte-Carlo Sporting Club, el lugar de los hechos. Como cada año, desde hace 40, el Baile de la Rosa tiene un tema. En 1984 se nombré el Baile de la Rosa España, y Manuela Vargas y su cuadro flamenco dijeron lo que tenían que decir. Ahora, la princesa Carolina decidió que todo se vi viera en honor de la rosa Insólita (rosa Bengala), creada por el joyero ruso recreador de esplendores pasados. Y toda la velada se inspiró en el pabellón de las Rosas del palacio de Pavlovk, que fuera la residencia amada de la emperatriz María Feodorovna. Anteanoche, la sala de las Estrellas era otro mundo: 25.000 rosas, 1.200 colas de hiedra, 150 abedules, 15 llorones, 300 cajas de musgo, 400 metros cuadrados de telas pintadas, 650 focos y seis kilómetros de cable transfiguraron la noche en hechizo. Trece violines, un violón y un acordeón hicieron carne y hueso La vida en rosa, de Edith Piaf, cuando entraban en la sala la princesa Lorenza de Liechtenstein y la princesa Clotilde de Orleans. Y siguió El Danubio azul. Y aparecieron sus altezas serenísimas la princesa Carolina, el príncipe Raniero y el príncipe heredero Alberto; sonó el Grinzinz, una música popular austriaca que atizó definitivamente un pedazo de literatura romántica poblado de bellezas rubias, de bellezas altas, de todos los perfumes del mundo perfumado... Se cenó caviar, rodaballo a los champiñones, a las puntas verdes de las primeras rosas y pétalos de alcachofas; y pato ilustrado y un vals de postres primaverales, y mucho, mucho champaña rosado. Frédéric Mitterrand, sobrino del presidente francés, enamorado del Mónaco que presentó en un libro, Monte-Carlo, la leyenda, dirigió una rifa como traca penúltima. Nadie preguntaba por la princesa Estefanía ni por los amores de Carolina. Fue la velada del amor a la rosa y a la música de la Rusia más inolvidable.

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