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Como el aire que respiramos

Manuel Escudero

No hay nada más invisible que lo que tenemos enfrente de nosotros. Por ejemplo, no notamos el aire que respiramos porque es omnipresente. Si el aire está un poco polucionado, nadie se percatará de ello de inmediato, aunque a la larga las estadísticas de salud nos lo descubran.Algo parecido ocurre con el clientelismo: es tan consustancial a nuestras vidas en España que no reparamos en él. Reflexionar sobre este gran fenómeno, el clientelismo, tiene el peligro evidente, tal vez inevitable, del regeneracionismo. Pues lo cierto es que uno de los rasgos distintivos de la cultura española, por ser una cultura que de modo militante se apartó de la Reforma y de la ética protestante, ha sido y es el clientelismo.

Muchos antropólogos conceden al clientelismo un rango más supranacional, mediterráneo. Y no les falta razón: fenómenos como el sottogoverno y la Mafia en Italia son señales conclusivas del clientelismo vecino; y ése es el país de origen desde donde se puede trazar la procedencia de los fenómenos clientelares en Estados Unidos. Sin embargo, Francia, debido al espíritu ilustrado, supo poner coto a este fenómeno y confinarlo casi exclusivamente en la torre de marfil del sistema universitario. El clientelismo existe en Grecia y en Italia, en Sicilia y Cerdeña; existe en Marruecos y en Argelia. Existe en Portugal y en Espaiía: en Valencia, Catalufia y las dos Castillas; existe, de modo abundante, en Galicia, Extremadura y Andalucía. Pero choca con la cultura igualitaria de Euskadi, que, casualmente, ha dado a luz el único nacionalismo irredento de nuestro país.

El clientelismo es un modo informal, opaco y efectivo de acceder a los bienes públicos, y entre ellos, como el bien más preciado, al poder político puro. El clientelismo es una pauta cultural que legitima ese acceso oculto al poder, de modo que todos la aceptan. Para que haya clientelismo es necesario que haya, por un lado, clientes, y por otro, padrinos. El padrino posee el poder, y lo consolida gracias a la infinita fidelidad de sus clientes, que constantemente le apuntalan. Los clientes, a su vez, como pago diferido por su fidelidad, están protegidos por el padrino, quien los coopta a posiciones de poder subordinadas a la propia. Las cadenas clientelares se crean en todos los lugares donde existe poder: en la política, en la Universidad, en las corporaciones profesionales, en los cuerpos de funcionarios. Exista donde exista un poder que administrar, por pequeño que sea, surge el padrino y surgen los clientes.

El clientelismo es más que mediterráneo: se da con abundancia en Japón, donde el concepto extenso de familia, a la que se debe la persona por completo, no es sino la versión oriental de lo ya dicho. Ha anidado y corrompido el Este europeo, desde Rusia hasta Bulgaria, donde bajo las dictaduras comunistas benefició a las castas de burócratas, siguiendo así la pauta establecida durante siglos. Y es que, y aquí está el quid de la cuestión, el clientelismo es un sistema cultural predemocrático.

El régimen democrático, en su corazón, en su meollo más interno, preconiza un acceso al poder diametralmente opuesto: los que lo administran son electos y, por ello, controlables por la ciudadanía; la promoción administrativa se realiza por métodos objetivables, y no por cooptaciones opacas; los bienes administrados son accesibles a todos los ciudadanos en virtud de circunstancias reguladas con rango universal, de modo transparente, sin trampa ni cartón.

Entonces, cabe preguntarse: ¿por qué en países democráticos como España existe aún clientelismo? En mi opinión, éste es uno de los problemas más fascinantes de la antropología social: las culturas, a diferencia de otros aspectos de la organización humana, tienen una gran inercia histórica. Del mismo modo que las culturas nacionalistas que nacieron con la industrialización pueden pervivir hasta la era posindustrial, del mismo modo el clientelismo puede adaptarse y coexistir con un régimen democrático durante decenas y decenas de años. Sin embargo, como son sistemas contradictorios, en la medida en que se consolidan los controles democráticos terminan por irse descubriendo, con frecuencia a través de escándalos, las irregularidades del clientelismo. El proceso se ha visto acelerado con la universalización de la información y con el papel añadido de control que ejercen en nuestros días los medios de comunicación.

Apliquemos lo dicho a un campo concreto, al de la política española: muchos políticos cínicos no tienen la menor duda de que el instrumento más eficaz para conquistar y conservar el poder es el clientelismo. Pero se equivocan. El clientelismo es una enfermedad que tiende a ser erradicada. La medicina que se precisa tiene un nombre muy preciso: cultura política democrática.

Es verdad, como antes se decía, que por debajo del régimen democrático puede operar el clientelismo político por largos periodos de tiempo, pero, al fin y a la postre, los valores democráticos triunfan: tarde o temprano, la democracia descubre la corrupción y la erradica; tarde o temprano se establece la cultura de la rotación y la renovación de las élites por procedimientos democráticos; más pronto o más tarde los cortesanos se quedan sin oficio, porque los valores democráticos promocionan el ascenso en justa competición por méritos y cualidades comprobadas.

Lo que aquí se señala es una predicción, y no un deseo: la maduración de nuestro régimen de libertades, como indica la realidad de países con más vieja democracia, nos irá librando de los aspectos groseros y menos funcionales del clientelismo. Por eso hay un espacio para la esperanza en una renovación sincera de la política.

Desde un punto de vista práctico, existen soluciones contra el clientelismo político: medidas tales como la transparencia y el control en el uso de los recursos públicos y de los ingresos y los gastos partidistas, regulaciones aparentemente tan internas a la vida de los partidos como el voto individual y secreto, el sufragio universal por afiliados para la confección de las listas electorales, sistemas más justos de representación de las minorías y otros avances que se impondrán en el futuro, como las listas abiertas para elegir responsables políticos, darán al traste con los vicios clientelistas más evidentes de los partidos políticos en Espana.

Cuando esto se logre, se configurarán partidos en los que abunde la gente mayor de edad democráticamente hablando, gente que se guiará más por sus propias convicciones y no tanto por fidelidades y juramentos personales, aunque esto, en un principio, alborote el patio del debate y pulverice las mayorías previstas.

Esa mayoría de edad difícilmente se alcanzará sin turbulencias. No faltará, por ello, quien nos prevenga contra tales sobresaltos. Sin embargo, poner patas arriba todo el sistema clientelar establecido y sus normas no escritas de conducta es el umbral indispensable para que en España la política y los políticos recuperen, en parte, su dignidad perdida. Eso no ocurrirá de la noche a la manana. Pero cuando ocurra todos entenderemos, sin mayores explicaciones teóricas, por pura química, qué quiere decir eso de la cultura política democrática.

La regeneración de la vida política en España no consiste solamente en dotarse de caras nuevas, más jóvenes y laicas: significa, sobre todo, algo tan sencillo de entender y tan difícil de aplicar como aprender a librarnos de la perversidad del clientelismo y de los padrinos (que no de los líderes), a través de las medidas oportunas.

Lo dicho aquí es una verdad tan grande como un puño. Pero existe un cierto empeño en ocultarla y mirar para otro lado ante este tema, porque para algunos no es interesante, y porque para otros, que han nacido y crecido respirando esta atmósfera, el clientelismo no es un mal: es, sencillamente, la regla lógica y natural de buscarse con éxito la vida.

Manuel Escudero es profesor de Entorno Público del Instituto de Empresa.

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