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México y la reforma electoral

Jorge G. Castañeda

Salvo si la instrucción armada chiapaneca se extiende a otras regiones de México o recrudecen los combates en el sur del país, entre las principales consecuencias de la rebelión de Chiapas figurará una largamente esperada reforma electoral. Ésta, a diferencia de aquellas que fueran promulgadas anteniormente por Carlos Salinas de Gortari, revestirá dos características inéditas: una, el ser indispensable para el régimen, con el fin de evitar una verdadera conflagración electoral a partir del 21 de agosto; y dos, contar con la aprobación de aquel sector de la oposición hasta ahora renuente a pactar con el Gobierno, a saber, el cardenismo.Todo indica que nos encontramos en vísperas de una reforma de esta índole. El régimen ya aceptó el principio de un periodo extraordinario de sesiones del Congreso para darle forma legislativa; el PRI ya aceptó en los hechos la presencia de observadores internacionales para los próximos comicios; Cuauhtémoc Cárdenas y el Partido de Acción Nacional están a punto de comprometer el voto de sus parlamentarios y de sus seguidores a favor de una legislación electoral reformada. Nada es seguro en México hasta que ocurra, y el anuncio de las intenciones de un régimen bocón y bravucón no equivale a la realización de las mismas. Pero esta vez parece que va en serio.

El régimen del presidente Salinas requiere de una reforma electoral por tres razones. La primera es Chiapas. Dada la enorme dificultad de alcanzar una solución regional al embrollo chiapaneco a corto plazo, la única respuesta gubernamental viable a la crisis desatada por los acontecimientos del primero de enero reside en una apertura política nacional. A menos de poder lograr pronto el desarme de una facción mayoritaria de la guerrilla zapatista, la única otra opción disponible para el Gobierno consiste en desactivar las principales demandas -locales y nacionales- de la misma, y de esa manera volver redundante a ojos de la sociedad el recurso a las armas. Entre esas demandas destaca la de elecciones limpias.

La segunda razón de una reforma estriba en el peligro de un estallido en su ausencia. No es lo mismo el fraude y la protesta callejera poselectoral antes que después de Chiapas. Ahora hay armas de por medio y, sobre todo, el ejemplo de lo que se puede lograr si se saben usar. Prevalece también una irritación mayor de amplios sectores de la población y una mayor conciencia de la sociedad civil. Por último, Cuauhtémoc Cárdenas, el único candidato de oposición susceptible de movilizarse en contra del fraude, posee hoy una fuerza que no tenía hace tres meses. El Cárdenas en la calle con un raquítico 15% del voto ya es otro: el que impulsarán cientos de miles de cardenistas iracundos en el Zócalo o plaza de Armas de la ciudad de México en agosto próximo.

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Tercera razón: la mirada externa. La Administración de Clinton sin duda preferiría hacer la vista gorda en caso de un macrofraude en México., Pero todo indica que hacerlo provocaría serios enfrentamientos en la prensa, en la academia, entre las ONG norteamericanas y en el Congreso. Estados Unidos no va a salvar a México del fraude electoral, pero tampoco podrá salvar ya a Carlos Salinas de Gortari de las consecuencias de cometerlo. En vista de la relativa sencillez de la reforma, ni siquiera Washington podrá fingir incomprensión. Revisión, corrección y acceso al padrón electoral; conformación de órganos electores independientes a todos los niveles, regulación y limitación del gasto y financiamiento de las campañas, acceso equitativo y regulado a los medios masivos de comunicación, observadores nacionales y, en su caso, internacionales: he aquí los puntos esenciales de la agenda electoral.

Si la reforma esta vez es indispensable debido a las implicaciones tan negativas que entrañaría su inexistencia, ello, a su vez, obliga a hacer una reforma por consenso: si no están todos, no sirve. 0 mejor dicho: si no está Cárdenas, es inútil y tautológica. La razón de ser de la reforma consiste justamente en evitar que Cárdenas cuestione los resultados de agosto. Si no aprueba la reforma, no se sentirá comprometido por el dictamen oficial de la elección. Por esta misma razón se puede esperar lógicamente que el candidato del PRD tense la cuerda al máximo antes de pactar: sabe que el Gobierno tiene que ceder y que, si no lo hace, peor para el Gobierno, y quizá mejor para Cárdenas.

El régimen, sin embargo, enfrenta un problema que constituye el quid del asunto. En las circunstancias actuales -pos-Chiapas, pos-milagro salinista-, si el proceso electoral, en su conjunto ; en todas sus minucias, se ajusta a un orden consensuado y desprovisto de trampas y mafias, el PRI puede perder: eventualidad todavía intolerable para el poder.

Una economía estancada, un partido dividido, un presidente saliente desgastado, una oposición tonificada, una sociedad hastiada y una elección limpia, son éstos los ingredientes de una contienda reñida en extremo. Nada garantiza el triunfo de la oposición, pero ya en estas condiciones nada asegura la victoria del PRI. En una palabra, la elección se vuelve incierta, y pocas cosas aterran tanto a las élites mexicanas como esta incertidumbre. Sin reforma, todo puede suceder después del 21 de agosto; con reforma, todo puede suceder el mismo 21 de agosto. Por ello es preferible una reforma; por ello es perfectamente factible que no tenga lugar.

Ahora bien, bajo el supuesto de que se produzca la reforma electoral mencionada, y que la totalidad del proceso electoral sea equitativo, se pueden dar dos contiendas diferentes. Una favorece a la oposición, en general, y a Cárdenas, en particular, y es la que se ha dado hasta ahora. Por hoy, ésta es una campaña que gira en tomo al juicio al sexenio que termina y a los errores y abusos que se cometieron y que condujeron a la situación actual: excesivo combate a la inflación, inexistencia del crecimiento económico y del empleo, concentración de la riqueza, ausencia de proceso democratizador, corrupción, docilidad excesiva frente a Estados Unidos, arrogancia intelectual y descuido de la política social, etcétera. En esa disputa, los críticos del régimen salen invariablemente triunfantes: es fácil criticar a un Gobierno que cometió errores indudables, y es sumamente difícil explicar que en el caso de muchos de esos errores las opciones no eran agradables ni atractivas. Mientras la elección sea limpia y el debate se centre en el balance del sexenio, la oposición lleva las de ganar.

Cárdenas, el principal rival del candidato del PRI, Luis Donaldo Colosio, ha desarrollado un gran acumen táctico para el combate político cotidiano contra el Gobierno. Chiapas, por supuesto, le ayuda: las hazañas de los zapatistas han puesto a la defensiva al régimen. En cambio, el candidato del PRI aún no desarrolla la agudeza táctica que se requiere para una campaña de golpes y contragolpes, de poca sustancia y mucha agilidad.

Para que la evolución de la campaña se inclinara a favor del candidato del PRI tendría que volcarse el debate en otro tema: ya no qué pasó, sino qué va a pasar. Cuando la batalla electoral comienza a dirigirse a la discusión en cualquier país de régimen autoritario, y sin duda hoy en México, se encuentra ante un obstáculo real. Carece, por definición, de los cuadros, los recursos, la experiencia y la información para formular programas de gobierno y propuestas específicas y para presentarlas de manera creíble. Por definición también, un partido que lleva más de medio siglo en el poder y que usa y abusa de los recursos del Estado puede generar tesis y esquemas, voceros y funcionarios sin mayores dificultades. Es bien sabido: el mejor argumento a favor de los partidos que se eternizan en el poder es que sus adversarios no saben gobernar. ¿Cómo sabrían, si nunca han tenido la oportunidad de aprender?

En segundo lugar, la oposición cardenista ha enfrentado serios problemas para formular propuestas y programas, incluso más allá de los impedimentos estructurales ya citados. El carácter heterogéneo de la coalición política que compone el PRD, y de la base social que votará por Cárdenas en agosto, constituye uno de los orígenes de dichos problemas. La gravedad de la si-

México y la reforma electoral

tuación del país es otro motivo; las características personales de los principales dirigentes del cardenismo, el golpeteo del que han sido víctimas y las magras filas de altos funcionarios que se han pasado a la oposición también explican el déficit programático del cardenismo.Pero estas limitaciones empalidecen a la luz del dilema de Luis Donaldo Colosio. Sin duda, él y sus colaboradores tienen ideas, recursos e información que les permitirían presentar alternatias coherentes ante la ciudadanía. Pero no lo pueden hacer con la más mínima credibilidad mientras no respondan a la pregunta de los sesenta y cuatro mil votos: ¿por qué no se les ocurrieron antes, y por qué no lo hicieron mientras estaban en el poder? La única respuesta posible a dicha pregunta se halla en el reconocimiento público de los errores cometidos; sin aceptar los yerros pasados y utilizarlos como explicación de la novedad del futuro, no hay propuesta del PRI verosímil. La desgracia del candidato del PRI -y del país- reside en que sólo una persona puede permitirle romper con el pasado y mirar hacia el futuro: Carlos Salinas. Y no ha dado ninguna prueba de querer sacrificarse reconociendo sus propios errores, permitiéndole de esa suerte a su delfín nadar por cuenta propia.

No hay manera de esquivar el juicio al mandato salinista. Alguien lo tiene que hacer. Si no lo hace el propio Salinas lo llevarán a cabo sus adversarios; sus amigos y ante todo su sucesor en potencia tendrán que volverse sus defensores, en lugar de ser abanderados de sus propias causas. En este caso, el creciente temor entre priístas de que Cárdenas pueda ganar en agosto comenzará a cundir. En cambio, si Salinas celebrara su propio juicio, despejando así el camino a un debate de fondo sobre el futuro de México y sobre la manera de rectificar "lo que no funcionó", todo es posible. Para empezar, la campaña sería realmente provechosa para el país. Luego, la contienda subiría de nivel, al darse entre dos contendientes que compiten entre sí mismos y por sí mismos, y no en defensa de tesis o posiciones ajenas. La condición de posibilidad de una contienda de altura es que el candidato del PRI pueda alejarse del presidente en funciones desde hoy; para ello, y en vista de las cuentas que entrega éste, alguien tiene que enjuiciar su gestión.

La autoinmolación fue un rasgo distintivo del sistema político mexicano durante lustros. Es sin duda una de sus características más crueles, y también de las más eficaces. Se puede cambiar de sistema (la aspiración de la mayoría de los mexicanos). O se puede morir por el sistema que le dio vida a sus artífices y creaturas. En cuyo caso hay que respetar sus reglas y aceptar sus condenas: el sacrificio político -que no humano- es uno de ellos.

es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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