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Leblanc

No era el madrileño achulapado de Arniches, sino el joven golfo de posguerra, un pícaro de buen corazón, con más labia que espaldas, capaz de llevarse al huerto con su verborrea incontenible al turista foraneo, al paleto recién aterrizado en la urbe y a Concha Velasco, una novia decente y trabajadora que hacía lo posible por sacar partido de aquel bala perdida que atendía por Tony Leblanc.El cine costumbrista español de los años cincuenta y de los primeros sesenta contaba con actores entrañables y castizos, veteranos como José Orjas, Antonio Riquelme o Manolo Morán, insustituible guardia urbano, en un tiempo en el que los madrileños conocían a sus guardias por el nombre de pila y les dejaban regalos en su garita al llegar la Navidad.

Tony Leblanc pasó al cine de colores de los años del desarrollo sin perder sus arrestos de golferas y su prosopopeya dé casta fetén. Su tipo y sus maneras de actor salvaron más de una película de bajo presupuesto y corto vuelo. En Los tramposos, apoyado por su tronco Antonio Ozores y su sufrido factótum Venancio Muro, Tony Leblanc bordó como nunca su papel de simpático calavera; su actuación como tonto del timo de la estampita creó escuela y sigue influyendo todavía en los timadores sin imaginación.

Tony Leblanc no tuvo mucha suerte con los directores y las películas, no pasó a formar parte del elenco de Berlanga ni de los nuevos cineastas españoles, su personaje fue poco a poco sustituido por el de otro gran actor, Alfredo Landa, al que le tocó encamar el prototipo zafio y rijoso del macho hispano en una secuela de pesadilla. Pero Tony Leblanc nunca se encerró en los márgenes de la gran pantalla; como humorista hizo de la pantalla doméstica su feudo, y creó otro arquetipo castizo, un albañil ilustrado y charlatán, el Eulalio, que reflejaba las esencias del madrileño popular. Un paleto capaz de resolver dialécticamen-. te los conflictos de la ONU y del Ayuntamiento, que no se cortaba al hablar de economía o de política internacional, de fútbol o de toros, una enciclopedia ambulante que resumía y caricaturizaba con tino el papel que los madrileños solían interpretar con sus parientes y amigos llegados de provincias. El castizo respondía al desafío hablando con mucha prosopopeya, utilizando términos que ni comprendía ni sabía pronunciar y envolviendo a sus interlocutores en una maraña esdrújula y mareante.

Tony Leblanc no tuvo herederos, desde su retirada de los platós y los escenarios nadie ha ocupado su puesto. Lástima que las nuevas hornadas chelis llegaran demasiado tarde para gozar de su magisterio, que sólo aflora cuando las televisiones públicas y privadas abren su mortífero baúl de los recuerdos.

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