Un deseo llamado tranvía
Han vuelto a circular por Valencia. Es coherente y justo, porque la primera línea española de este medio de transporte unió, desde 1861, las localidades de Gandía y Carcagente del antiguo reino y hoy Comunidad Valenciana. Enhorabuena, y seguir el ejemplo en los madriles, que vieron los primeros ocho años después. Gran torpeza y falta de visión futura la que los proscribió en mala hora, desbancados por aquel fantástico atisbo de bienestar que fue el Seat 600, desarrollo y progreso dentro de un orden, riguroso, por cierto.Existieron mezquinas e interesadas razones, que también cundían en otros lugares, incluso en su originaria cuna británica. Otros les conservaron -suizos, alemanes, austriacos, húngaros, soviéticos-, que reconvirtieron su estrépito en silenciosos vehículos amplios, pulcros, no contaminantes.
Primero fue una vagoneta transportadora del carbón, en el País de Gales, arrastrada por un caballo y sobre raíles de madera. De ahí la más convincente etimología: tram (raíl plano), way (camino, vía). Fue el tranvía de sangre, al que siguió el de fuego, movido a vapor, para perfeccionarse, comenzado el siglo XX, en eléctrico.
De la hulla, los troncos de madera, las mercancías pesadas pasó al acarreo de personas. Si los principios galeses se fijan hacia 1810, pasan 22 años hasta la primera línea de usuarios urbanos. Es la Cuarta Avenida neoyorquina el trayecto inaugural, en 1832. Volcaban con frecuencia, hasta que los raíles de madera son sustituidos por el hierro. Inventor, un ingeniero inglés llamado Ontran, que origina otra interpretación: Ontran way, camino de Ontran, aunque se atribuye el camino de material a un francés, que tendió el recorrido parisiense entre la plaza del Louvre y la puerta de Saint Cloud.
A Madrid no llegan hasta 1869, tracción de sangre. Unían el final de la calle de Serrano -que termina hacia Juan Bravo- y enhebraba Recoletos, Alcalá, Sol, Mayor, Bailén, Ferraz y Princesa. Su éxito arranca de 1871, y era una sufrida mula manchega la energía tractora. Mi recordado amigo, Ramón Urbano, me regaló una foto excelente, ampliada -se vende ya con marco por la plaza Mayor-, en la que vemos al tranvía número 66 en el momento canicular del cambio de tiro para salvar, con dos mulos, el repecho que va del inicio de la calle de Toledo hasta la plaza donde jinetea Felipe III. Un recluta de traje de verano ocupa la plataforma trasera; detrás, cruza el aguador, con el tonel a cuestas; un caballero de chistera esquiva a varios menestrales. Los balcones y ventanas protegen del calor inmisericorde de aquel mediodía de finales de siglo con espesas colgaduras, el aire acondicionado de la época.
Recuer o muy len a los tranvías de mi niñez y adolescencia. Algunos, en lugar de números se distinguían con letras, nunca supe la razón. Él que tomaba, invariablemente en marcha, llevaba la "L", y me dejaba en la calle de Velázquez, partida por un ancho bulevar. Apenas se puede creer ahora que circularan por calles como Barquillo, Fuencarral, Hortaleza, hoy permanentemente embotelladas. El deporte juvenil era bajarse "al nueve", la velocidad máxima, con destreza y habilidad.
El cambio de sentido del trole, el cochero, defendido por una barra de hierro, con una colilla en la boca, bajo el letrero de "prohibido fumar y hablar con el conductor", administrando con maestría la arena que ayudaba al frenado cuesta abajo, que caía por un caño hasta los raíles. Y el cobrador -otro puesto de trabajo- distribuyendo los billetes, uniformado, bigotudo y tolerante con los golfillos que viajaban en el tope.
Bienvenidos a España. Los de Valencia recuperaron la vanguardia. Esperemos un alcalde, un Ayuntamiento que rehaga el tejido tranviario que no poluciona el aire que masticamos. No es precisa la imaginación: lo tienen resuelto en Ginebra, Francfort, Viena o Moscú. Volvamos a la tradición por el camino del plagio.
Eugenio Suárez es escritor.
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